Inquilinos

Orlando López Valencia*


Estábamos aburridos en el vecindario. Los sábados y domingos los vecinos de enfrente sacaban dos enormes columnas al antejardín y nos sometían a su eterna programación de vallenatos y música carrilera. Era tan fuerte el volumen que los vidrios cimbraban y para escucharnos entre nosotros teníamos que hablar a los gritos.

—Creo que es hora de mudarnos —le dije a Eleonor.
—Claro, como aquí no hay un hombre que nos haga respetar
—intervino mi suegra.
Eleonor miró mal a su mamá y se solidarizó con mi decisión.
—Esa es la ventaja de no tener casa propia. Si no te amañas cambias de lugar y listo.
—Esa no es ninguna ventaja. Ventaja es tener casa propia y un hombre que se haga ver —refunfuñó mi suegra.
— ¡Bueno, mamá, ya es suficiente!

Nos dimos a la tarea de buscar en los anuncios clasificados y durante la semana visitamos tres casas pero ninguna nos servía: una por oscura, otra porque tenía la cocina en muy mal estado y la última por costosa. En la semana siguiente se nos presentaron los mismos inconvenientes hasta que Eleonor me llamó aparte y me dijo:

—Conseguí una casa que se ajusta a nuestro presupuesto pero tiene un pequeño problema: asustan.
— ¿Y qué castillo es ese?
—Ningún castillo. En esa casa vivían la tía de Nora y su sobrino. ¿Te acuerdas de ella?
—Claro, la gordita que estudió contigo.
—Me contó que un día su sobrino, que andaba en malos pasos, llegó con un paquete y cuando volvió a salir lo acribillaron a balazos. Eso fue todo un drama porque la tía se puso tan mal que también se murió. Desde entonces Nora administra la casa, con tan mala fortuna que nadie dura más de dos meses. Ella fue muy honesta conmigo y se lo agradezco. Imagínate que los vecinos se quejan porque en las noches se escuchan cadenas y vajillas que se rompen. Te lo cuento porque siempre me has dicho que no crees en esas cosas y pensándolo bien nos ahorraríamos unos pesos.

Al día siguiente fuimos a ver la casa. Era de paredes blancas y rugosas, tenía una sala amplia, una cocina pequeña, dos patios y cuatro habitaciones.

—Este es ideal para nosotros
—dije al ingresar al último cuarto que quedaba en el fondo de la casa, separado del resto por un patio grande con un árbol de marañón en el medio.—
Quedamos aislados de tu familia.
—Sí, me gusta.

Sobre el piso había una larga fila de pequeños cuadros de las ánimas benditas sobre un lecho de parafina. Sólo unas pocas veladoras todavía conservaban su mecha. Sentí temor.

—Entonces, ¿nos apuntamos?
—Probemos.
—Sólo te pido un favor: nadie de mi familia sabe esto y no quiero que lo sepan, tú sabes que son muy supersticiosos.
—No te preocupes.

Antes de salir, recogimos los cuadros y limpiamos la parafina.

Nos mudamos el sábado. Mi suegra, Nubia, la hermana de Eleonor, que trabajaba en un colegio y se había separado de su esposo, Mauricio, el hermano menor que saltaba de un empleo a otro sin encontrar ninguno de su agrado y, por supuesto, Eleonor y yo. Organizamos el trasteo y después de una dura jornada nos sentamos a contemplar la casa. Se veía bien. El aire circulaba por todos los rincones y la luz era justa en las habitaciones. Después de cenar, Eleonor me invitó a nuestro cuarto. Tenía la sensación de estar en un motel o en un albergue de paso. No comentamos nada de nuestro secreto. Hablamos de la buena ubicación del barrio, de la diferencia entre un barrio popular y este, totalmente arborizado y con un parque limpio en el que podríamos salir a caminar. Estábamos comenzando a conciliar el sueño cuando un estrépito seguido de un grito nos despertó. Quedamos sentados en la cama con el corazón en vilo. Salimos al patio y nos dirigimos a la habitación de Mauricio. La luz estaba encendida y mi suegra trataba de calmarlo.

—¿Qué pasó?— preguntó Eleonor.
—Mauricio dice que de la parte de arriba del clóset salió un hombre y se acostó a su lado — respondió Nubia porque Mauricio estaba lívido tiritando de miedo.
—No lo vayan a tomar a mal —dije— pero si el hombre hubiera querido hacerle mal no lo estaría contando. Lo mejor es ignorar lo que pasó. —Claro, como no fue a usted, le parece mentira — dijo mi suegra.
—Yo no he dicho eso.
—No vayan a empezar —dijo Eleonor—, tratemos de calmarnos. Yo creo que lo mejor es que por esta noche ustedes duerman juntos.

Volvimos a nuestro cuarto. Tratamos de dormir, pero el ruido de pasos sobre el techo de zinc nos lo impidió.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, Mauricio intentaba describir la fisonomía del fantasma y mi suegra comentaba que lo mejor para erradicarlos era hacer un sahumerio con tres plumas de gallina negra. En medio de una gran tensión nos despedimos para el trabajo.

Esa noche, ya tarde, la que gritó fue mi suegra. Aseguraba que el fantasma le había tirado el pelo. Nubia le daba agua con azúcar para apaciguar sus nervios.

—Eso le pasó a tu mamá por espantarlo— le dije a Eleonor, en la intimidad, cuando todo había pasado.
—No le veo el chiste.
—Me parece mejor que ponernos a temblar.
—Lo que pasa es que no todos estamos acostumbrados a vivir con el peligro, como tú.
—No creas, a mí también me da temor. Una cosa es enfrentarse al bajo mundo y otra muy distinta es enfrentarse con las ánimas.

La primer semana fue aterradora, pero en la medida que fuimos aceptando que no estábamos solos asumimos un silencio reverencial sobre algunos sectores de la casa. El cuarto de Mauricio y el de mi suegra sólo eran habitados de día y en la noche se trasladaban al cuarto de Nubia. Mientras tanto nosotros tratábamos de descifrar los ruidos que noche tras noche sonaban en el techo, hasta que decidimos creer que eran ratones. El adjudicarle un nombre al misterio nos tranquilizó.

El viernes Eleonor sacó una foto de su cartera y me dijo:

—Mira lo que conseguí.

Era un hombre joven con un amago de sonrisa.

— ¿Quién es? —Es el sobrino de Nora, el que mataron. Quiero mostrárselo a mi hermano a ver si lo reconoce.
—No me parece, ahora que las cosas se están apaciguando sería alborotar el avispero.
—Qué tal que lo reconozca, ya no sería una hipótesis, sabríamos que existe.
— ¿Y qué ganamos con eso?
—No sé tú, pero yo sí quiero tener esa certeza.

Nos dirigimos a la sala. Mi suegra tejía con dos enormes agujas, Nubia leía y Mauricio veía televisión. Eleonor se sentó a su lado y empezó a mostrarle fotos de cuando eran niños. Cada escena evocaba una anécdota hasta que le alcanzó la foto del difunto. Mauricio se estremeció y se puso blanco como un papel.

— ¿Qué pasa?
—No sé quién es este pero juraría que es el hombre que sale del closet —dijo y devolvió la foto como si estuviera caliente.
—Qué coincidencia, pero este es un novio que tuve en la universidad. Tú estabas muy pequeño.

Eleonor le alcanzó otras fotos de la familia y trató de restablecer la calma rota por su curiosidad.

Poco a poco nos fuimos imponiendo al temor, pero cuando todo parecía ingresar a la normalidad sucedía algo extraordinario: los vecinos se quejaban del ruido que hacíamos en la noche.

—Es como si estuvieran castigando a alguien con un látigo y les suplicara que no más — me dijo una vecina consternada.
—No, señora, aquí no se castiga a nadie, si quiere la invito para que lo compruebe.

Ante tantas quejas, Nubia decidió buscar ayuda y la remitieron donde un especialista. El hombre llegó una noche aperado con una cámara Kirlian y después de examinar la casa se apostó en el cuarto vacío y a las doce de la noche, con todas las luces apagadas, apretó el obturador y le tomó la foto. Luego encendió la luz y nos dijo:

—No deben temer, él está en otra dimensión, deben hacerle saber que ya no pertenece a este lugar. Consigan unas ramas de altamisa y las colocan en cruz bajo el colchón. Al día siguiente nos mostró la foto: era una luz intensa como el arco que produce la soldadura autógena. No producía temor, al menos a mí. El especialista nos refirió casos semejantes y nos garantizó que si seguíamos sus instrucciones en muy poco tiempo íbamos a superar el problema. Ya habían pasado seis meses y mi relación con Eleonor había empezado a deteriorarse por las permanentes intromisiones de su familia y porque en medio de tanto espanto nuestra vida íntima se había reducido a identificar los ruidos sobre el techo: el lunes eran ratones; el martes eran ratas; el miércoles escuchábamos el aleteo de pájaros enormes; el jueves, casi siempre había un silencio sepulcral, y el viernes alguien corría y su respiración agitada la escuchábamos amplificada en el cuarto por un lapso de cinco minutos. Después volvía la calma. Los fines de semana bebíamos ron y vencidos por el alcohol dormíamos profundamente.

—Eleonor, quiero que vivamos solos.
—Me gustaría, pero tú sabes que no puedo abandonar a mi familia. Además, aquí lo tienes todo. Nos saldría mucho más costoso. ¿Qué te molesta?
—Me haces falta.
—Yo sé que no estoy cumpliendo como esposa pero debes entenderme, me siento observada. Además, no dejo de darle vueltas a lo de la caleta.
— ¿Cuál caleta?
— ¿No te conté?
—No, no sé nada.
—Nora me contó que el paquete que guardó su sobrino antes de que lo mataran eran dólares y nunca lo pudieron encontrar.
—¿Qué tal si lo buscamos?
—Si había billete, con tantos que han pasado por aquí ya no hay ni el olor. La verdad yo no quiero saber nada de esta casa.
—Nada perdemos.
A la hora del almuerzo Nubia nos informó que Nelly, una tía que vivía en Pereira, vendría de visita. Todos se alegraron y recordaron la época en que vivieron con sus primos. Justo cuando nos alistábamos para salir de nuevo al trabajo, llegó la tía Nelly, una señora elegante con voz dulce.
—Tú debes ser el tormento de Eleonor.
—El mismo —respondí sin saber a qué se refería.
Lamentamos no poder quedarnos más tiempo y nos despedimos.
En la noche la tía Nelly se esforzó por contarme toda la infancia de mi esposa, sus primeros novios, los grandes partidos que dejó plantados por privilegiar el amor. Mi suegra me miraba con rabia como diciendo: «Todo lo que dejó por esta porquería». Después de una larga tertulia, la tía, cansada, pidió su cama. Eleonor la llevó al cuarto que había sido de Mauricio, quitó el edredón y le alcanzó una cobija de lana.
—Qué descanses, tía.
—Gracias, mi amor, voy a dormir a pierna suelta. Ese viaje para mí ya es muy pesado.

Era Miércoles, día del aleteo de los grandes pájaros. Eleonor y yo escuchamos su extraña música como si asistiéramos a una misa negra. Le rogué que hiciéramos el amor; dudó, pero accedió. Estábamos en medio de las caricias cuando una voz gruesa y fuerte se escuchó desde el centro de la casa. Eleonor se cubrió con la cobija y yo me puse el pantalón de la pijama. Salimos corriendo y nos encontramos con la tía Nelly parada en la puerta del cuarto con los ojos desorbitados, hablando en una extraña lengua. Cuando terminó su incomprensible discurso, del que sólo rescatamos la palabra dólares, se derrumbó exhausta. Eleonor y yo la levantamos y la acostamos en la cama. Sudaba copiosamente. Su rostro, unos minutos antes desencajado, volvió a su forma dulce y se durmió.

Nos reunimos en la sala a tratar de comprender lo ocurrido y mi suegra nos dio la explicación.

—Nelly hace muchos años fue médium. Con su hermano y otros amigos practicaban el espiritismo. Todos los viernes se reunían para invitar personalidades que les ayudaran a entender el mundo, hasta que Nelly se casó y su esposo se la llevó a vivir a Santa Marta. Años después, cuando él murió, ella regresó, pero para entonces ya se había desbaratado el grupo. Yo no sé mucho de esto pero creo que el difunto se posesionó de ella.

Todos teníamos miedo.

La tía Nelly no quiso hablar del suceso, sólo nos dijo que no debíamos temer. Dos días después se marchó tan amable y dulce como llegó.

— ¿Te diste cuenta que el finado dijo dólares?
—Sí, ¿y qué?
—Que, entonces, lo de la caleta es cierto.
—La verdad ya estoy cansado, quiero una casa normal.
—Busquemos, busquemos. Nada tenemos que perder.

Eleonor, frente a mi apatía sobre la caleta, le contó a su familia y en poco tiempo levantaron el piso, rompieron muros y cuando la casa era una ruina decidí marcharme.

—Mi mamá tenía razón. Una necesita un hombre que se haga ver, que responda por la casa.

Era la primera vez que Eleonor me enfrentaba. Siempre había sido muy respetuosa, no sé si por lo rudo de mi oficio o porque con ella siempre me porté distinto. No me sentí agredido porque ella sabía de qué era capaz. Si no intervine con los vecinos ruidosos del antiguo barrio fue por prudencia y también por respeto a su familia. Ella se había esforzado tanto por pulirme que no quería defraudarla.

—Y si no encuentran nada, ¿quién paga la reconstrucción? —Es nuestro problema. Además, ¿de cuándo acá te preocupas por mis deudas? Nubia, Mauricio y mi suegra se acercaron. Cada uno traía en sus manos una herramienta y el sudor les corría por el rostro. — ¿Algún problema? —preguntó mi suegra con los ojos encendidos por el odio.

Ya no existe la casa. En su lugar hay un edificio en el que practican espiritismo. Eleonor ha tratado de comunicarse conmigo, pero yo no sé meterme en otro cuerpo.

Citas de pie de página

* Pintor, músico, nacido en Cali,Valle del Cauca. Ganador del Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán en el 2005 con el libro Cuentos al óleo.