Ficción especulativa a orillas del Río de la Plata: el nacimiento de un género en tres cuentos de Jorge Luis Borges

Speculative Fiction on the Banks of River Plate: The Birth of a Gender in Three Jorge Luis Borges's Short Stories

Bruno Andrés Longoni1
Universidad Industrial de Santander
brunoandreslongoni@yahoo.com.ar

Recibido: 25 de enero 2017
Aprobado: 23 de marzo de 2017


Resumen

Borges ha fatigado la ardua tarea de inventar un género literario, la ficción especulativa, derivada de una subversión consciente de las dos grandes tradiciones literarias anglosajonas (la fantástica y la policial clásica). "El inmortal" articula narrativamente el Sein-zum-Tode heideggeriano mientras que "El jardín de senderos que se bifurcan" y "La muerte y la brújula" presentan el asesinato como destino inexorable (Schopenhauer) cuyo sentido excede las capacidades cognoscitivas del detective, así como el universo excede las nuestras.

Palabras clave: Borges; ficción especulativa; Schopenhauer; cuentos.


Abstract

Borges has pursue the invention of a new literary gender, speculative fiction, as a consecuence of an aware subversion of the two great english literary traditions (fantastic and crime literature). "The inmortal" frames in fiction the heideggerian Sein-zum-Tode, whereas "The garden of forking paths" and "Death and the compass" present murder as a relentless fate (Schopenhauer) whose sense exceeds the cognitive power of the detective, as well as the universe exceeds ours.

Key words: Borges; Speculative fiction; Schopenhauer; Short stories.


Introducción y conclusión

Si bien modesto, el objetivo de este trabajo apunta a detallar con nitidez en qué consiste el gran aporte narrativo en los cuentos del argentino Jorge Luis Borges, de los cuales se han seleccionado tan solo tres: "El inmortal", "El jardín de los senderos que se bifurcan" y "La muerte y la brújula", por hallarlos representativos no ya de su literatura, sino de una actitud desafiante ante la tradición al proponer nuevos dispositivos de lectura que, a la par que conforman un canon personal, obligan a disolver las estrategias de lectura automatizadas sobre los textos canónicos. Se trata, desde luego, de un camino largamente transitado por la crítica literaria, pero cuyo interés contemporáneo se reaviva a la luz de los debates posmodernos que postulan la licuación de las fronteras genéricas, ya que en el caso de Borges es, paradójicamente, la aguda consciencia que el autor revela sobre los rasgos distintivos de cada género (y no su feliz desconocimiento) lo que le permite innovar.

Así, cuando Borges proponga leer la filosofía como si se tratara de una rama de la literatura fantástica, hay que detenerse en el movimiento doble: por un lado, el reconocimiento implícito de dos géneros discursivos ("filosofía" y "literatura fantástica") que exigirían, cada uno por separado, mecanismos específicos de lectura que acabarían por automatizarse (en cuyo caso, valdría agregar, ya no se trataría de formas de lectura propiamente dicha, ya que en nada contribuiría el sujeto lector en la construcción del sentido textual). Al desactivar dichos mecanismos de lectura heredados por la tradición, Borges abre el camino a nuevas escrituras: escribir cuentos fantásticos, por ejemplo, cuyo principio organizador no sea ya ni un personaje, ni una trama, ni un recurso típico del género, sino una idea filosófica echada a andar: el Sein-zum-Tode heideggeriano en "El inmortal" o el pesimismo determinista de Schopenhauer en "El jardín de los senderos que se bifurcan" y "La muerte y la brújula".

A diferencia de nuestra época signada por la iconoclastia posmoderna sobre las fronteras genéricas, la innovación borgeana no depende de una difusa postulación de su inexistencia ni, menos aún, de una ignorancia programática de la tradición en un mundo que, en última instancia, continúa estando sólidamente estratificado a partir de ellos, sino de un uso estratégico de los géneros, de sus limitaciones y posibilidades, para lo cual se vuelve indispensable su conocimiento a fondo.

Ni de dónde venimos…

La incorporación de lo fantástico a la literatura latinoamericana suele atribuirse a la labor pionera del modernismo literario. En los cuentos de Azul… (1888), por caso, Rubén Darío, desdeñoso del artificio realista, asume plenas libertades ficcionales sentando, a su vez, las bases de una estética cosmopolita y universal bajo la sombra fantasmagórica de Poe y sus secuaces franceses. Huelga mencionar el severo impacto que dicha elección supuso en Horacio Quiroga, donde lo fantástico se funde con el color local de la selva misionera, o en el eclecticismo siniestro de Las fuerzas extrañas (1906) de Leopoldo Lugones a quien Borges, ya cansado de ridiculizarlo por su vocabulario presuntuoso, acaba por reconocer en su vejez como uno de sus maestros.

Todo gran escritor, no obstante, debe perpetrar ese parricidio simbólico implícito en la demarcación territorial de una literatura propia. Y así como Sábato, Cortázar, Saer o Aira fatigan el borgicidio imperativo (infructuosamente, por otro lado, ya que Borges sigue gozando de excelente salud), así también nuestro autor debió liquidar a la gauchesca en "El fin" y a Lugones, referente ineludible, en cada ficción. El éxito de su empresa se percibe nítidamente cuando se observa que, a diferencia de los modernistas, en Borges lo fantástico no sirve de coartada escapista o de juguete exótico que venga a mitigar el gran bostezo finisecular, ni se reduce tampoco a mero artificio, sino que sirve como la puesta en ficción de una hipótesis filosófica, como tentativa de elucidación intelectual, como perpetuo interrogante sobre el universo, el tiempo y el yo.

Esto no implica, desde luego, "que cada uno de sus cuentos traiga la solución de un problema; por el contrario, Borges trabaja básicamente con la paradoja, los escándalos lógicos y los dilemas" (Sarlo 47). Polémico y conjetural como su admirado Wilde, Borges busca menos demostrar literariamente una filosofía (a lo Unamuno, por así decir) que desafiar al pensamiento con antilogismos deliberados (piénsese en algunos de sus títulos: Historia de la eternidad, "Nueva refutación del tiempo", etc.).

Su imposición de un orden riguroso en la forma responde a un secreto anhelo de victoria sobre el azar del mundo y el caos de la existencia: "Imaginó un mundo de pesadilla racional obsesivamente armado según una perturbadora regularidad" (Sarlo 46). Metáfora y superación de lo real, lo fantástico se rige por una matemática justa que en vano se quisiera extrapolar a lo consuetudinario. Nadie rebaje a lágrima o reproche que esos simétricos universos cerrados acaben, como la doctrina nietzscheana del eterno retorno en "El inmortal", por volvérsenos en contra.

Y no saber adónde vamos…

"El inmortal", cuento incluido en Ficciones (1944), refiere, a través del viejo recurso del manuscrito (presuntamente) apócrifo hallado y traducido (reminiscencias del Benengeli del Quijote, con el fin de enmarañar), la historia del soldado romano Marco Flaminio Rufo, cuya identidad irá mutando con el paso de los siglos una vez adquirida la inmortalidad: "Pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales" (Borges 65). Luego de haber flaqueado en batalla, Rufo comienza a deambular por el mundo para cumplir el sueño de un jinete anónimo que le anuncia la existencia de la susodicha ciudad. No es menor que sea precisamente la cobardía lo que dispare el ansia de trascendencia ya que, como sucede en "La otra muerte" o en "Tema del traidor y del héroe", el cobarde es por definición un hombre que no ha sabido estar a la altura de su destino y a quien solo el artificio fantástico puede redimir.

El cuento condensa los principales procedimientos de la literatura fantástica que, según Borges, son unos pocos: "(a) La obra de arte dentro de la misma obra; (b) la contaminación de la realidad por el sueño; (c) el viaje en el tiempo; (d) el doble" (Rodríguez Monegal 10). Asombra observar cuán pocos críticos asociaron estos rasgos con el barroco literario, estética a la cual Borges menospreció por excesiva e inorgánica, pero cuyo tributo resulta flagrante en numerosos pasajes de su obra.

Je est un autre

El desplazamiento permanente será, como en la novelística de Bolaño, un eje estructural (de allí las múltiples alusiones a La Odisea), y servirá como metáfora de la mutabilidad del protagonista, cuyos nombres proliferan al punto de confundirse con su doble, Homero, hasta su muerte en 1929 bajo el seudónimo de Joseph Cartaphilus, uno de los tantos epítetos inventados para referirse al judío errante, el mito del hombre condenado a vagar hasta la segunda venida de Cristo.

El lector se enfrenta así con una suerte de reescritura de La Odisea: Rufo transita errante por el mundo en busca del río de la inmortalidad y, luego, de la mortalidad. Como el de Odiseo o el de Quijote, su viaje, metáfora de la vida, resulta circular.

Entre los trogloditas devoradores de serpientes se distingue uno a quien el protagonista llama Argos; nombre sumamente polisémico y multirreferencial de la mitología griega: desde el creador de la nave de Jasón, al leal perro de Odiseo, pasando por el gigante de cien ojos al servicio de Hera, el nombre encierra muchos nombres, y de ahí su elección. Argos se revela como Homero quien, como se sabe, es también muchos hombres, al punto de que su existencia ha sido puesta en duda (se ignora hasta qué punto La Ilíada y La Odisea son menos el producto de un individuo que el de una colectividad), al igual que su patria de origen y el significado de su nombre.

Se tiene, pues, a tres hombres (el judío errante, Homero y Argos) plurales cuya identidad, para colmo, se halla entremezclada; la intención es nítida: "Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. (…) soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy" (70).

Fractal

Homero, en consecuencia, reproduce el viaje de Odiseo, el navegante errabundo, generándose así la célebre mise en abyme tan cara a la técnica borgeana: la narración enmarcada de Sherezade en Las mil y una noches, el teatro dentro del teatro en Hamlet, los lectores del Quijote en el Quijote y la payada dentro de la payada en el Martín Fierro.

Como ya señalara Castany (2012), "El inmortal" plantea una ridiculización de la doctrina zaratustriana del eterno retorno: la paradoja de la inmortalidad reside en que, sin el tiempo, el hombre carecería de todo mérito; el bien y el mal no serían elecciones individuales, sino imposiciones forzosas, puesto que vivir eternamente equivaldría a ser todos los hombres: "para Borges, el reconocimiento del infinito y de la nadería del yo conducen hacia una ironía pesimista (…) Como replegado al pesimismo de Schopenhauer, (…) ser todos los hombres es ser nadie, es decir, la extenuación del individuo" (Acosta Escareño 405). "El inmortal" pareciera más bien adherir al existencialismo heideggeriano de El ser y el tiempo (1929): el hombre está arrojado al mundo (Dasein, ser-ahí) y su temporalidad inmanente lo convierte en un ser histórico, en un ser-para-la-muerte (Sein zum Tode): la vida adquiere sentido precisamente porque en ella todo tiene el sabor de lo irrecuperable. O, dicho con inigualable talento: "la muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño" (Borges, Ficciones 72).

Un sueño dirigido

Al final del primer capítulo, refiere el narrador: "Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo" (67). La vacilación suscitada por la vigilia fundida en el sueño viene acompañada por uno de los símbolos centrales de Kafka y de Borges: el laberinto. Como se sabe, el escepticismo filosófico lee el universo -"espantosa máquina inmensa" de "terrible incomportable peso", diría Sor Juana Inés de la Cruz (88)- como un enigma indescifrable cuya materialización, el laberinto, jamás logra resolverse. En "Los dos reyes y los dos laberintos", por ejemplo, es el desierto infinito el que cumple la función de perder al hombre, y esa imagen pervive en la última gran novela de Bolaño, 2666, cuya estructura arborescente, por otro lado, guarda algo de "El jardín de los senderos que se bifurcan". En "El inmortal", en cambio, la estructura circular se proyecta especularmente, si bien resulta incierto hasta qué punto se trate de una realidad objetiva (inexistente para el solipsismo extremo de Macedonio Fernández, el Sócrates borgeano, pero no para Borges mismo) o del idealismo monomaníaco del protagonista:

Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron (Borges 69).

Las nueves puertas bien podrían aludir a los nueve círculos infernales como a las nueve esferas celestiales, si bien se puede intuir que, tratándose de la Ciudad de los Inmortales, la reiteración ad infinitum de la estructura alegoriza la inercia del inmortal.

El desconocimiento cabal de las leyes del laberinto, la inaprensibilidad de la máquina cósmica, equivale para Borges a una impugnación de la estética mimética; así como la mutabilidad permanente de la identidad hasta su licuación se traduce en una refutación de la novela psicológica. Si no hay realidad concreta, ningún realismo será legítimo; si no hay unidad del yo, ningún psicologismo será viable. No sorprende la feroz reacción de Borges al materialismo dialéctico y al psicoanálisis, por tratarse de disciplinas que reducen al hombre a sus relaciones económicas (Marx) o pulsionales (Freud).

¿Qué queda entonces? La literatura, claro: ese sueño dirigido.

Liminar

Si Dupin abre el mito del detective flâneur, del observador sensible oculto entre la multitud que, más que decirse al servicio de las fuerzas del orden, se diría que las parodia con suficiencia poética (o espiritual cristiana, en el padre Brown), de Sherlock se desprende la estirpe que rinde culto a la epistemología observacional y a la razón pura, quintaesenciada luego en el Hércules Poirot de Agatha Christie. Unos y otros coincidirán, no obstante, en un plano moral, pues en cada uno de ellos importa menos la ley formal del aparato estatal (parcial a veces, incompetente siempre) que el sentido personal de la justicia, así como el placer intelectual por la resolución del enigma prevalecerá siempre sobre la recompensa económica (prevalencia que ninguno dejará de exhibir hábilmente como altruismo). Su extracción social alta los exime de vender su fuerza de trabajo (no son Philip Marlowe ni Sam Spade), mientras su narcisismo los impele a solicitar el aplauso del vulgo del cual no tardan en demarcarse una vez resuelto el crimen.

Fruto de una extensa reflexión sobre las raíces anglosajonas del policial, Borges subvierte las bases del género: al juego inocente y no desprovisto de color local que, junto a Bioy Casares, da luz a Isidro Parodi con el fin de parodiar al detective clásico (injustamente encarcelado, Parodi encarna en un plano material la represión puritana de sus antecesores; tan platónica es su lógica intramuros que prescinde, como el escritor, de las vicisitudes de la intemperie), le sucede la confección ya individual del crimen como alegoría de la obra de arte, tal y como se percibe en cuentos como "La muerte y la brújula" y en "El jardín de senderos que se bifurcan", donde, si bien el triunfo del asesino puede leerse como una crisis de la razón en los años de conflicto bélico mundial, la confección de la muerte responde, a diferencia de Conan Doyle o Christie, a un orden estrictamente semiótico: las cuatro letras que articulan el nombre de Dios y que representan, a su vez, los cuatro puntos cardinales en "La muerte y la brújula", y el mensaje encriptado que refiere secretas coordenadas espaciales en "El jardín de senderos que se bifurcan" adoptan ambos, en un vaporoso clima onírico, la forma de una geografía.

Original y simétrico, el crimen borgeano ve confluir sus dos grandes linajes: el intelecto y la pulsión. En qué otro espacio si no en la muerte "sórdidamente estetizada y autonomizada" del policial (Link 15) se podrían dar cita a un tiempo la biblioteca del padre con la gloria militar de los antepasados patricios, la matemática con la secta del cuchillo y del coraje, la civilización y la barbarie, los libros y la noche.

Arborescencias

Si se tiene en cuenta el prólogo de Ficciones, "El jardín de senderos que se bifurcan" funciona como cuento policial. Así leído, aparecen subversiones feroces del género: asesino y narrador coinciden en la misma figura, mientras que es el erudito sinólogo Albert, personaje más bien lateral, quien vendría a desempeñar el rol del (fallido) detective que interpreta con certeza los signos escritos (es el único que decodifica el enigmático texto de Ts'ui Pên), pero que no alcanza a vislumbrar el motivo que ha traído a Yu Tsun hasta su puerta, ni consigue, por tanto, evitar su muerte. La lectura de Albert es deficiente o incompleta; puesto que, de la monumental obra de Ts'ui Pên, "creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos (…) abarcan todas las posibilidades" (48), se sobreentiende que "todas las posibilidades" contemplan su muerte a manos de Yu Tsun.

Por su parte, el orden tradicional de la doble trama de crimen y pesquisa se halla invertido, puesto que el cuento cierra con el ignominioso asesinato de Albert y la horca que le aguarda a Yu Tsun, el espía chino que aborrece a los alemanes pero que colabora con ellos porque "sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza, a los innumerables antepasados que confluyen en mí" (Borges, Ficciones 44). Como Carpentier, Borges rehúye de la exaltación individual del héroe o del villano; ejemplo de ello es la inversión especular que Yu Tsun encuentra en Richard Madden, el irlandés que purga penas cooperando con los ingleses y que debe cazarlo antes de que ejecute su cometido. Al quedar igualados en su caracterización, se promueve la idea borgeana de que todos los hombres son esencialmente el mismo hombre: Yu Tsun desciende por los jardines laberínticos como Ts'ui Pên se pierde en los suyos, literarios. De clásico cuño borgeano son las innumerables referencias metafóricas al tiempo total expresado por el narrador: "Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir" (312), reforzadas por la proliferación de lo circular o cíclico: "La luna baja y circular" (45), "El disco de un gramófono giraba junto a Fénix de bronce" (45), "Alto reloj circular" (46), "en el vívido círculo de la lámpara" (47).

Llegado este punto, surge la tentación de leer el cuento como una ficción especulativa o literatura conceptual (Piglia, Borges por…), puesto que la intriga policial pesa menos que la reflexión filosófica que la trama despierta. Como tal, la paradoja abunda en "El jardín…":

Yu Tsun, el espía chino al servicio de Alemania, por el azar de los hombres, deberá matar a un sinólogo inglés que ha develado un enigma ligado a sus antepasados, a su tradición y a su nombre y, por esto mismo, le resulta entrañable. La identidad cultural, por adopción o por destino, supone siempre no solo la rigidez de la fijación, sino también las numerosas posibilidades combinatorias del futuro, como en la novela adivinanza de Ts'ui Pên (Panesi 27).

Son varios los textos borgeanos ("El inmortal", "Tema del traidor y del héroe", etc.) que plantean la negación del tiempo como una -atractiva aunque terrorífica- igualación de los hombres y, en consecuencia, una pérdida del sentido moral que autorizaría las conductas más infames: "El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado" (44).

La estructura arborescente de los tiempos que proliferan simultáneamente en las enrevesadas páginas de Ts'ui Pên conlleva la licuación de toda moral, la imposibilidad de toda redención. Los cinco versos que inauguran los Four Quartets de T.S. Eliot (Four… 23) así lo refieren:

Time present and time past Are both perhaps present in time future And time future contained in time past. If all time is eternally present All time is unredeemable.

Buenos Aires alucinada

Erik Lönnrot, el detective de "La muerte y la brújula", exhibe también una lectura deficitaria del enigma que Scharlach le propone en una Buenos Aires alucinada cuyos nombres están deliberadamente trastocados para dar cuenta de la cultura occidental en su conjunto. La ironía conduce, por un lado, a devaluar a los héroes del policial tradicional: "Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr" (63) y, por el otro, a enaltecer al malevo cuchillero derivado de la gauchesca y de una literatura de rufianes que Borges se encarga de estetizar: Scharlach será "el dandy", justificando con ello sus inverosímiles conocimientos sobre la cábala judía. Aquí se evidencia lo que Foucault da en llamar la glorificación del crimen, "porque es una de las bellas artes, porque solo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado" (Link 42).

Por lo tanto, se tiene una serie signada por el tres (Treviranus, el nombre del detective terrenal en la estirpe de los Watson, subraya la numerología), puesto que los asesinatos se producen en dicho día del mes, aunque se trata, se sabrá al final, de la estratagema de Scharlach: el verdadero número que se esconde detrás de la trampa es el cuatro, como se desprende de las letras que articulan el nombre de Dios (YHVH) y de los puntos cardinales. En esta imbricación obsesiva del tres y el cuatro, uno no puede dejar de pensar en el gran poema dantesco, puesto que La divina comedia retoma la tradición bíblica del siete, la perfección, como resultante de la fusión de lo divino (el tres, el triángulo, la santísima trinidad) y lo humano (las cuatro extremidades, los cuatro elementos). Son tantas y tan variadas las referencias numéricas en el cuento borgeano, que la yuxtaposición del tres y el cuatro adquiere dimensiones ubicuas: Yamorlinksy toleró "tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms" (63), "el Tetrarca de Galilea" (63), "no hay que buscarle tres pies al gato - decía Treviranus" (63), "al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices" (65). El triángulo equilátero que Scharlach envía a Treviranus busca que Lönnrot complete el punto restante para formar el rombo sugerido en el logo de una pinturería, y conozca así la venganza que Scharlach le tiene deparada en Triste-le-Roy:

"Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton" (66).

Como en el cuento homónimo, el sur encarna lo pulsional, la asunción trágica del destino latinoamericano (ser argentino es ser austral). Desde el momento en que Dahlmann sale de Constitución y se interna en el infinito laberinto onírico de la Pampa, el lector se adentra en las fuerzas atávicas de la sangre, como si el desplazamiento espacial descendente fuera una metáfora del viaje al pasado, reforzada por la desolación de un paisaje introducido por -causalidad o casualidad- cuatro anáforas consecutivas: "vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco" (67). Esa es, entre otras, la razón por la cual el viaje hacia la muerte se presenta, como en "El jardín de senderos que se bifurcan", como un descenso, ligado nuevamente a la idea nietzscheana del eterno retorno: "Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach-, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante" (69).

La alusión a una vez otra donde, se cree, Lönnrot y Scharlach repiten ad infinitum el mismo desenlace, es casi un leit motiv determinista que Borges toma del fatalismo demostrable de Schopenhauer y que saca a relucir en los puntos álgidos de sus obras ("Biografía de Tadeo Isidoro Cruz", "El fin", "El sur", el "Poema conjetural" y tantos otros), para mostrar la irrefutable disposición del sino que reduce a los sujetos a piezas meramente funcionales a los fines narrativos. Mas, como todo en Borges deja abierta la paradoja, ese instante conlleva también el discernimiento último y definitivo de la esencia de los hombres: uno solo se conoce a sí mismo en el momento en que conoce y acepta su destino. Piezas del ajedrez cosmogónico, Lönnrot y Scharlach, fortuitas cosas de tiempo que es materia deleznable, se dirían uno mismo o dos caras de una misma moneda, pues la eternidad acaba por diluir el heroísmo en la traición.

Conclusión

La pretensión de este trabajo fue describir los distintos mecanismos narrativos que Borges pone en juego para apropiarse de la tradición literaria angloparlante (fantástica y policial), encarnada en escritores de la talla de Henry James, Mary Shelley, Oscar Wilde, G.K. Chesterton, Robert Stevenson, sir Arthur Conan Doyle y Edgar Allan Poe, por señalar algunos pocos nombres indiscutidos. Lo interesante de la propuesta borgeana consiste en que la reescritura de esa tradición (por lo demás, por completo ajena a la literatura argentina hasta finales del siglo XIX), le permite al autor desarrollar un nuevo género, absolutamente personal y único, que Piglia (Borges por…) y Sarlo (Borges, un…) no vacilan en llamar ficción especulativa o literatura conceptual; es decir, la puesta en movimiento de una noción filosófica que prevalece sobre los individuos y los destinos literarios. Funes, en ese sentido, importa menos que la reflexión que su historia suscita en torno de la memoria; así como Pierre Menard carece de importancia fuera de la meditación sobre la lectura como productora primaria del sentido de un texto.

Los tres cuentos analizados ("El inmortal", "El jardín de senderos que se bifurcan" y "La muerte y la brújula") no solamente son centrales en la producción ficcional borgeana, sino que en ellos se verifica la prevalencia de una noción filosófica sobre las circunstancias incidentales de sus protagonistas o de su trama: lejos de centrarse en las vicisitudes coyunturales que llevaron a Joseph Cartaphilus a deambular errante por el orbe, "El inmortal" articula narrativamente el Seinzum-Tode heideggeriano como superación del (tan traído y llevado) eterno retorno nietzscheano. En los cuentos policiales, en cambio, es Schopenhauer, filósofo caro a Borges, quien late detrás de los asesinatos meticulosamente articulados: las muertes de Albert y de Yu Tsun en "El jardín de senderos que se bifurcan", así como la de Lönnrot en "La muerte y la brújula" responden a un "rigor adamantino" que "sujeta su albedrío y su jornada" (Borges, El hacedor 45), a un plan previamente articulado cuyo sentido excede las capacidades cognoscitivas del detective como el universo excede las nuestras:

Dios mueve al jugador, y este, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo
y tiempo y sueño y agonía?

Citas de pie de página

1. Docente en la Universidad Industrial de Santander. Licenciado en letras cum laude (orientación en lingüística formal) por la Universidad de Buenos Aires (2007) y máster en literatura española e hispanoamericana cum laude por la Universidad de Barcelona (2016).


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