El silencio es un territorio lejano

Anuar Bolaños1
E-mail: pueblomangalu@yahoo.com


Desde un principio tuve el temor de que iba a perder a este hombre. Bueno, exactamente fue desde el instante en que tuve la certeza de que lo amaba. Al principio mi vida junto a él fue un discurrir de encuentros festivos. Descubríamos los sitios de la ciudad como colonos adormecidos que de repente han despertado. El tiempo fue una acumulación de postales de todas las estaciones. Gozábamos de cada variación del clima como si habitáramos una parcela de luz distinta: tardes soleadas caminando por avenidas ruidosas y coloridas; mañanas brumosas en la mesa de algún café gozando el letargo de los minutos fríos; vespertinas de brisa en el parque de Loma Alta viendo titilar las luces de la ciudad como cocuyos…

El tiempo junto a este hombre fue una estación aliada, espaciosa. Así que no pude precisar de entrada de dónde venía el miedo a perderlo. No lo ubicaba en el abandono gradual o repentino, ni en la compañía de otra mujer, ni en la muerte. No calculaba que fuera a desgastarse en la monotonía de los días, ni a diluirse en misterios de hombre sórdido. Quizás lo que más me anunciaba la certeza de su ausencia futura era el silencio que lo ocupaba en momentos impredecibles, y aquella mirada detenida en un punto imperceptible subyugada por la nada.

Para un hombre de una conversación tan florida y oportuna, quedarse en silencio equivalía a dejar de existir. Y esa mirada, como vacía, pero sin estarlo, me mostraba un túnel que avanzaba hasta un depósito de oscuridad sin fondo.

Sólo se conoce a alguien cuando se conoce su lado oscuro; y en él, tampoco esto me asustaba. Para mí siempre fue totalmente público y cristalino en sus inclinaciones. Miraba mujeres en la calle sin disimulo alguno. Se detenía en sus formas y las auscultaba casi con descaro. Incluso me hacía comentarios sobre caderas y escotes, sobre cadencias al caminar y ademanes ardorosos. Sabía de corpiños y pantaletas. Sin embargo, su gesto deleitado no me daba celos. Sabía que era conmigo el desafuero de su piel y la satisfacción de sus curiosidades. En cuanto a sus asuntos laborales, de familia o amigos, era medido y distante. Su pasado estaba puesto por ahí como un objeto decorativo sin mayores brillos.

Solo ahora logro captar con mayor nitidez de dónde me llegaba la premonición de su ausencia. Era de su sentido del humor. Tenía esta forma tremendamente jocosa y ocurrente de convertir cada suceso del día en un chiste monumental. Podía hacer de una máxima filosófica, un galimatías perfecto, con un revés oportuno en una palabra o con una inflexión en la voz. Era mágico. Y mantenía tan invariables la compostura del rostro y del discurso que uno quedaba convencido de que él simplemente estaba conversando sin otra intención que la de propiciar un rato ameno. Por supuesto, yo me descocía de risa con sus apuntes tan bien encajados. Reía hasta el lagrimeo. Su alegría fluida no venía cargada de sarcasmo, sino de liviandad. Quizás el componente trascendental de su existencia debió estar engarrotado en el subsuelo de su voz, palpitando sin crujidos, sin eco.

Por lo tanto, cuando se quedaba callado, no era la presencia de su silencio lo que me causaba una ansiedad inatajable, sino la ausencia de sus maromas verbales, que al desaparecer, me dejaban un eco sordo en todo el cuerpo que yo rogaba se disipara lo más pronto posible.

Eso era lo que me completaba de este hombre, su magia involuntaria para construir mi risa. Y de ese desaliento físico y emocional que me invadía después de haber reído tanto con sus chanzas, nació mi temor a perderlo.

Yo, por el contrario, parecía no tener ninguna influencia contundente sobre sus estados de ánimo, más allá de lo que nutre el amor doméstico. Mi presencia le aportaba las coordenadas para elaborar una aventura controlada de escenarios renovables. Nada más. Sin embargo, en la dulce calma con que él aportaba al buen ensamblaje de nuestra rutina y en el talante de su caballerosidad, pude calcular la firmeza de su cariño.

Tuvimos un amorío sano y cómodo, aunque él pareciera conectado solo a cierto tramo de mi existencia. Eso no me preocupaba. Hacía tiempo había aceptado que nadie nos completa en realidad. Igual, él compartía conmigo el todo de su vida: los días y las noches, idas y venidas, quietud y ritmo, impasibilidad y pasión, palabra y silencio.

Y fue exactamente su silencio lo que lo borró poco a poco. Tras la sequía de palabras llegó la escasez de movimiento. Abandonó su añoso trabajo de talabartero y el refinado juego de billar en el Club Lombardi. No volvió a salir a la ciudad ni a zambullirse en los quehaceres de la casa que tanto le entretenían. Se la pasaba sentado mirando a través de la ventana casi sin parpadear. Esperaba algo. Su mirada no estaba perdida, solo estaba enfocada en un plano imperceptible para mí. Su cuerpo se tornó sólido, inmóvil. Perdió color, se hizo pardo. Cuando le tomaba las manos para acariciarlo sentía que me estaba pidiendo que lo trajera de vuelta.

Citas de pie de página

1Es de Cali, ciudad que lo ve deambular como un transeúnte que graba en su mirada perspectivas, agites y ensoñaciones que son la pulpa de sus cuentos y postales. Aunque se gana la vida enseñando inglés, tiene diploma de psicólogo de la Universidad del Valle donde también culminó su Maestría en Literatura. Ha sido finalista en concursos de cuento y poesía, y publicado en varias revistas del país y del exterior. En el 2007 publicó su libro de poemas La Sombra Dividida. Y en el 2016, Historias de la nada, cuentos.