Malatesta, Julián. Este infierno mío. Bogotá: Penguin Random House Grupo Editorial S.A.S., 2017. Impreso

UNA SONRISA EN EL INFIERNO

Por: Víctor López Rache1
E-mail: lopezrache@yahoo.com

La Madre ha sido protagonista en novelas esenciales ya sea para ignorarla o exaltarla. O censurarle la intimidad o animarla a liberarse. La más conocida apareció en 1942 y se sigue leyendo con mirada de futuro. El hijo no sabe si la mamá murió un día u otro y parece interesarle poco y, con razón, a toda inquietud religiosa, jurídica o de vecinos, responde, no es mi culpa. Un hondo resquemor cuestiona la tradición invisible de la familia, y el lazo afectivo entre madre e hijo parece roto. El del padre ya había sido cuestionado por Kafka y una intelectual, sobreviviente de los campos de concentración, llamó al padre el verdugo del siglo XX.

Estas ocurrencias huyeron de mi mente cuando leí la primera frase, coloquial, de la novela poética de Julián Malatesta:

"ĦEl que le toque el culo a mi mamá lo mato!" (13).

Lo grita un joven de 17 años en víspera de su primera relación, obvio, en un burdel; pues los personajes de Este infierno mío cruzan las tormentas humanas sucedidas a fines de la década de los 80. Son de barrio y vereda, y su visión responde a la tradición colombiana; pero el narrador les ha infundido un alma inteligente y, aunque actúan en el límite de la violencia y las necesidades, ello los convierte en personajes queribles; uno desea compartir hasta con los infames de los bandos en contienda perpetua.

El burdel es propiedad de una actriz, fugitiva del teatro, y en sus recintos refinan la dignidad funcionarios del gobierno, militares, subversivos, y los marginales que pueden pagar el alquiler de la felicidad. No es cualquier burdel. Con voz sonora, un viernes, Bertha anuncia La Soledad de Odiseo. El esplendor de la obra ocurre cuando Ulises –el escogido por los dioses para escenificar la derrota de la huida–, atado, sufre el martirio que le causa la belleza y la veneración de las ninfas. El Monje relator grita, "¡Dejad que me acoja al artificio de la eternidad!" (60). Un viejo cliente de nulos saberes académicos, encuentra su vida reflejada en la representación y murmura, "Quién creería que en un burdel se dijera tanto sobre la vida" (61). De manera sutil el autor introduce a la Ciudad de los Siete Ríos en las dimensiones del mito y la universalidad. Por alguna conexión misteriosa el infierno se parece en todas las épocas y en todas partes.

En la realidad, el río también es camino, fuga, complicidad. El principal de esta novela nace en la Laguna de los Novillos, brama vigoroso, se llama Bredunco y, quienes ignoramos nuestro origen y nuestra historia, lo apodamos Río Cauca y, gracias a las voces calladas, sabemos que sus aguas son testigos de la demencia, el crimen y la esperanza de generaciones de colombianos.

Defender a muerte la cola de la mamá revelaría el Edipo exaltado de un joven sin padre y, de paso, anunciaría una gama de groserías y normas inmorales. Y no es así. Desde su remoto oficio de poeta y profesor de literatura, Malatesta sabe que, del manejo del lenguaje, depende el futuro de un escritor. En 129.500 palabras, las groserías no llegan a decenas. En cambio, las hazañas creativas propiciadas a refrenas, dichos, versos, máximas, pasan de miles. Es admirable encontrar chiribitil, yarumo, samanes, guayacanes, zurumbática, atolondrada, bejucos, yuyos, ruana, taita, transistor. El transistor nos recuerda que estamos a dos décadas de la invasión delirante de las tecnologías de la comunicación.

La novela está habitada por poemas y canciones de Julián Malatesta, y de otros poetas y cantantes. Muchos de sus personajes se expresan a través de este recurso de eficacia comprobada en la tradición popular. Malatesta logra revivir palabras en desuso y, por supuesto, con su tono embarga los sentidos del lector. En ello le sobra razón al poeta Darío Jaramillo Agudelo cuando cataloga a la novela de excepcional porque, gracias, a la palabra "es capaz de producir un efecto de vértigo que no cesa durante todas las páginas" (Contra carátula). El manejo de la palabra, precisamente, le dará a Julián Malatesta un espacio en la literatura colombiana. Uno de sus personajes afirma: "No fue el dinero lo que nos hizo poderosos ni las armas nuevas que adquirimos para ser iguales y mejores, fue la palabra" (302).

Las alteraciones le infunden una naturalidad graciosa y profunda a los personajes. "El que se arrima a la candela…, recibe el calor que necesita" (208) y, por extensión, lo conduce a los goces voluptuosos. Ello nos lleva a una faceta admirable de Este infierno mío: el humor. En momentos felices de la novela ocurren encuentros como este: "Ustedes son el rinconcito de Cuba que tenemos en el barrio, adelantó Alirio. No, del Misisipi, alegó Jesús" (31). En otro momento un anciano ciego elogia la belleza de la protagonista y amada del terrible en armas y padre del joven que sería capaz de matar en un ambiente en que la muerte violenta supera los anhelos instintivos de vivir. En ocasiones posteriores ella ejerce la libertad que le confiere su alcoba y susurra, "siempre que una mujer se desnuda hay ojos" (87). Atrás un personaje advierte un soborno y sentencia, "Mantener sereno el infierno cuesta" (77). Incluso las páginas que detallan masacres a lo colombiano le conceden espacio al humor, al desafío, a la comida festiva.

Este infierno mío no deja en el olvido a personas que jamás alcanzarían vida en otros autores y, menos, unas líneas en los historiadores de la distorsión. Sus personajes comparten una cocina para cuatro, recogen monedas, pagan impuestos clandestinos a extorsionistas oficiales, montan guardia y, sobre todo, se expresan con metáforas, canciones, refranes ¡y plomo!

A la par con el erotismo, la alegría y el humor, marchan las relaciones de poder. Un poder arbitrario; pero no vertical como sentenciaron escritores de comienzos del siglo XX. Tampoco viene de fuera hacia adentro, como décadas después, lo revelaron los pensadores que no encontraron justificaciones en el matar y, mucho menos, en la ideología de los asesinos.

El viejo Arturo es testigo del episodio en que el joven a cuchillo amenaza defender a la mamá de cualquier abuso sensual. Con su experiencia le ilustra las desgracias de empuñar un arma. En defensa de su hermana Juliana, a una edad semejante, eliminó al patrón de su padre que buscaba poseer a la adolescente. En el caballo del agresor evadió la justicia y se internó en el monte. Como él, muchos hombres emprenden hazañas peligrosas en defensa de las mujeres que, en Este infierno mío, tienen dignidad, no importa la vileza de sus artes y rutinas. La damisela, la cocinera, la estudiante, la religiosa, la subversiva, disfrutan de un nivel superior a la superficie en que las dejaron los famosos del Boom. Unas huían de colegios religiosos para internarse en prostíbulos de selvas y desiertos del Perú. Otras eran reducidas a una piltrafa mientras recogían dinero para calmarle la sed de acumulación a una abuela desalmada. O, peor, se elevaban a los cielos dejando a hombres ansiosos en la tierra.

Heladio es un líder de la clandestinidad. Ello le permite tener tantos nombres como los lugares que lo conocen, lo padecen, lo imaginan. No le gusta el alias de Gavilán debido a su naturaleza carroñera, complejo que supera gracias a un poema que, aparece en la página 293, del poeta venezolano Ramón Palomares, fallecido en el 2016.

Dentro de la falta de conocimiento magistral de los personajes y la sencillez de su escritura, la novela de Julián Malatesta es compleja. No todo es producto de la familia y el gobierno. Hay páginas que, a la vez, provocan la ira, el llanto, la carcajada. El coronel De la Hostia tirotea pordioseros, cobra impuestos indebidos a vendedores ambulantes, multas rapaces a los pobres, dinero extra con que agasaja a su madre. Arrepentida del proceder vergonzoso de su hijo, al siguiente día, la anciana sale a la calle a buscar a los despojados para regresarles el dinero. En una visita al burdel, De la Hostia dice que hay gente extraña y la dueña protesta, "aquí el único extraño es él" (72). Ella acepta negociar bajo sus condiciones y tiene las de ganar, porque un coronel manda en las niñas de su cuartel, y una matrona en la tropa de su burdel. Sobra agregar que, reverencial, él acepta el soborno. El poder tampoco está en "la terapia del plomo" (252), y sus practicantes llegan a la conclusión que en "el infierno tienen candela para rato" (376).

El poder revela su miseria en una montaña. Los guerrilleros se comunican por frecuencias falsas y el coronel Alzada grita "¡Los tenemos, los tenemos! ¡Aquí se les acabó la leyenda!" (125). Viene la cuenta del optimismo y el fuego amigo ha dado de baja 25 militares. El coronel Alzada, uno a uno, llama a sus hombres y un sobreviviente repite, él también murió. Reflexiona sobre el engaño y la ineficacia de la guerra; pero debe informar a la opinión pública y la ética servil del noticiero queda confirmada con solo mencionar el nombre del director. Y la violencia alcanza una alta fase del delirio durante el secuestro del coronel De la Hostia en el burdel. Helena reconoce la voz del viejo Arturo y él le da un tiro y apenas acierta a decirle al cadáver, "¿Por qué hablaste, amor?, ¿por qué?" (383). Y la venganza manifiesta la suprema aberración en una madre que mata a inocentes porque un criminal desconocido le ha raptado la hija.

La simbología oculta del poder es profunda. Los nombres pasan de centenas, los apellidos se advierten por su ausencia, y no hay generales ni presidentes. Los de apellido apenas son impostores y, por ello, festejamos el circo que seguirá gobernado sin sonrojarse un instante. En el cautiverio, que precede su muerte, el coronel De la Hostia le demuestra a su secuestrador por qué dos más dos son cinco. Oculta el pulgar con los cuatro dedos restantes y le dice: "Dos y dos son cinco. No es la aritmética del hombre de la calle, es la aritmética del poder, del Gran Círculo, la que funciona. Eso no se lo cree nadie, reviró Arturo. De eso se trata, de que no lo crea nadie, lo debemos creer nosotros. Esa aritmética no se enseña, se impone, así es que funciona el Círculo y ese es mi trabajo de mayordomo" (409 ). Estas reflexiones arbitrarias son convincentes y, de paso, evocan atmósferas inspiradas en sistemas autoritarios del siglo XX. Siguiendo su lógica, Arturo le pregunta si cuenta los muertos de uno o de a dos. La culpa deja mudo al coronel y el otro exclama: "¡Ah, ya sé, le produce pavor la unidad!" (409).

No puede ser de otra manera. La fórmula eterna cobra vigencia. A los manipuladores de un gobierno les produce espanto la unidad de los asociados y prefiere la desintegración; el desplazamiento. Es una costumbre colombiana incuestionable, y lo explica la protagonista: "Los hombres se murieron defendiendo la tierrita, mis hermanas se enamoraron y arrancaron por la trocha detrás de sus machos, de ellas no sé nada. Yo me quedé en Tierra Roja de puro plantón" (90). Otro lector podrá encontrar en esa unidad el dogmatismo absoluto, la tiranía total.

A Julián Malatesta, en fin, le bastan unas líneas para revivir un saber popular, un canto, un poema; le basta una inocente variación a la frase de un personaje para despertar una sonrisa en el centro del infierno.

E insiste que la guerra no es la higiene del mundo. "Hasta para morir es mejor estar despierto" (307), dice Heladio, líder de los alzados en armas y padre del joven que, en la primera página, defendía a muerte el encanto erótico de la mamá.

Citas de pie de página

1 Víctor López Rache nació en Toca, Boyacá, Colombia, en 1959. Abandonó la carrera de Economía para dedicarse al estudio y la creación literaria. Obras: Sin espejos, Premio Nacional de Poesía Imaginación para un nuevo milenio, 2000. La casa, premio nacional de poesía Ciudad de Bogotá, 1992. La balanza de los sueños (selección personal, 2006). Otra orilla de luz, 1985. Obtuvo en 1990 el premio de poesía Universidad Externado de Colombia.