Esa Cosa Que Somos
De lo humano en Saramago
Laura Restrepo
Barrancabermeja es el nombre de una población petrolera en la selva colombiana, desde siempre castigada por la guerra y el abandono. Alguna vez necesitaba yo información sobre ciertos sucesos que allí habían tenido lugar, y acudí a su biblioteca pública, a preguntar por el bibliotecario, de quien me habían dicho que era un hombre aguzado, con amplio conocimiento de la historia de la zona. Estábamos conversando cuando irrumpió en la sala un grupo bullanguero de niños y de niñas, entre los diez y los doce años, que habían venido, como yo, buscando al bibliotecario; ellos porque en la escuela les habían puesto por tarea averiguar sobre mujeres célebres en la vida colombiana. Algo parecido a lo que hace el personaje don José en la novela Todos los Nombres, cuando recoge en pacientes e infinitas fichas información sobre cien personajes célebres, sólo que en el caso de estos niños de Barrancabermeja, la investigación se limitaba a mujeres. Empezaron a interrogar al bibliotecario sobre las ministras del gabinete presidencial, las actrices de cine, las vedettes de la televisión, a lo cual él contestó, haciéndose escuchar sobre la algarabía de sus reporteros: “Célebre no es la persona que echa discursos, ni la que aparece en la prensa o la televisión. Célebre es la persona que les da a los demás motivo para celebrar. Así que olvídense de ministras, de actrices y de vedettes, y corran a sus barrios a entrevistar a sus maestras; a sus madres; a sus abuelas; a la médica del puesto de salud; a esa hermana de ustedes que estudia en la universidad; a esa otra hermana, la que está trabajando porque no pudo estudiar. Esas son las mujeres célebres de este país; las que dan motivo para celebrar”.
Célebre es también el bibliotecario de Barrancabermeja, asesinado poco después a tiros por los paramilitares, al igual que tantos de los habitantes de esa población. Célebre, mucho más célebre que los cien célebres, es esa mujer anónima que le da a don José, el escribiente de Todos los nombres, motivo no sólo para celebrar, sino también para vivir. Y célebre es este otro José, José Saramago, tanto el hombre como el escritor, lo cual es todo un don, si tenemos en cuenta esa paradoja, que a él mismo le escuché exponer alguna vez, según la cual algunos de los mejores escritores han sido ruines como seres humanos. Con Saramago sucede que el hombre nos da tantos motivos para celebrar como su obra. Armoniosa ecuación la que se produce en este José que escribe como vive y vive como escribe, transformando la ética en estética y viceversa, tan lúcido e íntegro en sus libros como en los días de su vida, de tal manera que él mismo, al igual que los protagonistas de sus novelas, aparece como una clara impronta de humanidad ante los ojos ávidos y perplejos de los siglos XX y XXI.
Y es que quizá el principal atributo de la novela –de la buena novela- radica en que da indicios y revela claves sobre quiénes somos nosotros, los seres humanos, qué significado tiene lo que hacemos, para qué hemos venido a esta tierra. No es fácil saberlo, y con frecuencia lo olvidamos meses, ojalá no a lo largo de la vida entera, al distraernos con extrañas representaciones de nosotros mismos que de humanidad no tienen sino la apariencia. Entonces, en medio del desconcierto, puede caernos en las manos una novela que nos vuelve a colocar tras la huella, como al sabueso al que le dan a oler una prenda de aquel que debe rastrear. A esto huele el ser humano, nos indica la escritura de Saramago, por aquí anda, síguelo, por este atajo tomó, éste es el olor que despide, éste es el color de su aura, ésta la ferocidad de su contienda y el tamaño de su dolor, no te pierdas en alharacas y en farándulas, no te vayas detrás de impostores; en este personaje que aquí te entrego está el ADN de lo humano, su huella digital, el rastro de su sangre, o, como dice Ricardo Reis en el año de su muerte, estas son “las señales de nuestra humanidad”. Y entonces sucede que el reencuentro a través de su escritura con ese hombre o esa mujer rescatados, valga decir el hecho de poder reconocernos, página a página, con eso que somos, nos produce una conmoción entrañable y sobrecogedora, nos enfrenta a una epifanía que hace saltar las lágrimas, y la verdad es que cada vez que he leído El Evangelio según Jesucristo he llorado a lágrima viva, o quizá deba decir como una magdalena, y otro tanto me ha sucedido con su Ricardo Reis, con su Caverna, tanto que mientras esto digo me pregunto por qué las novelas de Saramago llegan tan hondo y estremecen de tal manera, de dónde tanta intensidad, tan dolorosa belleza, y la mejor respuesta que encuentro sigue siendo la misma: porque la verdad de su prosa y la resonancia de su poesía propician el regreso a casa, a la casa del hombre, de la mujer, a ese lugar donde por fin somos quienes somos, donde logramos acercarnos los unos a los otros y descubrimos el rincón que nos corresponde en la historia colectiva, porque el regreso es también, como en Las pequeñas memorias, a “ese hogar supremo, el más íntimo y profundo, la pobrísima morada de los abuelos maternos”, o como en El cerco de Lisboa, regreso a esa casa de la Rua do Milagre de Santo António, donde el amor se ha hecho posible y la cama nos espera con sábanas limpias, o como el chelista de Las intermitencias de la muerte, que regresa de noche, cansado, a una casa donde lo espera su perro negro… Porque qué deliciosamente humano es Saramago cuando habla de los perros, el perro Encontrado, el perro Constante, el perro solitario de las Escandinhas de San Crispim, el perro lobo que por poco mata del susto a Zezito, los perros que en Cerbère ladran como locos. Y por supuesto ese otro, compasivo y compañero, que tanto me hace llorar: el perro de las lágrimas.
En una ocasión le escuché decir a Saramago, refiriéndose a Emma Bovary, a don Quijote y a Julian Sorel, que ciertos personajes literarios son más humanos que muchas de las personas que conocemos. Es ciertamente el caso de ese José del Evangelio, el carpintero enguerrillado, con su abrumadora carga de sueños y de culpas, y de ese otro José, el don José de Todos los nombres, quien encuentra en el amor el hilo de Ariadna que ha de sacarlo del laberinto de la burocracia y también del pozo de la soledad; es el caso también de ese niño José que en Las pequeñas memorias se sienta a orillas del río de su aldea a pescar, con polvo de rosal, las imágenes, los sonidos, los recuerdos, las sensaciones, los ecos que años después habrían de ser la sustancia de sus novelas.
No siempre la novela nos conduce a lo humano, y menos en el gran mercado del entretenimiento que florece en esta democracia light, cuya quintaesencia atrapa Saramago en su Ensayo sobre la lucidez. Tanta casa editorial y tanto escritor de best sellers, o al menos tanto aspirante a serlo, que casan la apuesta deliberada de obtener dólares de personajes alivianados de carga humana, curados de enfermedad y muerte y vacunados contra el fracaso, o sea winners profesionales, paladines del éxito individual, buscadores de fortuna, fama y prestigio, apóstoles de una sociedad donde, según su credo, no hacen falta luchas ni ideologías porque ya estamos tocando el cielo con las manos. Con tal de no espantar los dólares del gran público, esta seudo estética nacida de la avidez por vender se atiene gustosa a una especie de manual de censura y autocensura que tiene como norma lo aséptico y como método lo políticamente correcto, y que el agente y crítico literario norteamericano Thomas Colchie ha dado en llamar “realismo capitalista”. Desde el realismo socialista de Stalin, sostiene Colchie, no existía un código propagandístico tan impositivo y devastador como este realismo capitalista que domina la literatura comercial de nuestros días, por razones distintas a las del realismo socialista, si es que no han llegado a ser las mismas: éste como propaganda estatal, el otro como propaganda comercial, uno y otro a expensas de lo humano.
En las antípodas de esta parafernalia de marketing que reduce al ser humano a muñeco de peluche, está Saramago con su gran literatura, que es portentoso tributo a todo cuanto en el hombre hay de valioso y de cierto. En sus novelas no interesa el triunfo ni el fracaso, sino el resultado del tesón y del trabajo del hombre, sea éste alfarero, como Fulgor Sedano; campesino, como los Mau-Tempo, inventor de una máquina que vuela con el sólo combustible de la voluntad humana, como el padre Bartolomeu; camarera como Lidia o directora de correctores, como la doctora María Sara. A la competencia , Saramago le contrapone la solidaridad; al egoísmo, el respeto por sí mismo y por los semejantes; a lo prestigioso le contrapone la elegancia de una humildad bien llevada; al lujo, lo despojado; a la conquista, la rebeldía; a la satisfacción, la ansiedad y el anhelo; al dominio, la resistencia; al poder, la desigual pelea; a la fama, la sobriedad del anonimato; a las estridencias del triunfo, la discreta dignidad de la derrota.
Y aquí hemos llegado a una palabra clave en su obra, dignidad. Si miramos al conjunto de sus personajes como a una tribu, tendríamos que decir que es, ante todo, una tribu de gente digna. Los actos humanos, empezando por los primarios -copular, orinar, comer, trabajar, descansar- adquieren dignidad y grandeza porque recuperan sentido, y es justamente esta recuperación lo que le permite a Saramago juntar las piezas del rompecabezas disperso. Contra la visión fragmentaria, se impone en él, como en todo clásico, una clara vocación de totalidad, como si escribiera con la convicción de que aunque cambien los nombres, la historia de cada uno de los hombres es la historia de todos los hombres, la de cada mujer es la historia de todas las mujeres, “Mogueime pregunta (…) cómo te llamas, cuántas veces nos habremos preguntado unos a otros, desde el inicio del mundo, Cómo te llamas, añadiendo luego nuestro propio nombre…” (El cerco de Lisboa, p. 399) De acuerdo con el corte clásico de su obra, los hechos de los humanos se vienen repitiendo una y otra vez desde la noche de los tiempos, un hombre y una mujer que caminan bajo la lluvia, con sus trebejos a cuestas, hasta encontrar resguardo donde se haga posible la vida con sus rituales de amor y de muerte: el zapatero Domingo y su mujer bajo la lluvia del Alentejo, el carpintero José y su mujer bajo la lluvia de Galilea. Y cuando ya no haya mujer, ni haya amor, ni haya trebejos para aperar algún día una casa, las aguas que caerán van a ser las del olvido, y el caminante avanzará solitario hacia su propio fin, como Salomón, o Solimán, el beatífico elefante que soporta furiosos aguaceros y otras inclemencias durante ese viaje que lo obligan a emprender, sin que él sepa para qué ni hacia dónde. O como Caín, el fratricida, que retará a dios en medio de las ráfagas del diluvio universal, mientras navega hacia el fin de la especie.
Entre tanto y de aquí a allá, mientras ese último recodo del camino se encuentre todavía lejos, cada pareja será todas las parejas; cada una de las historias de amor será todo el amor. Como Abelardo y Eloísa, como Romeo y Julieta, quedan en la memoria Blimunda y Sietesoles, Raimundo Silva y María Sara, la viuda Isaura y Cipriano Algor. Como ese chelista que “vive en un modesto domicilio de artista, con aquel su perro negro, su piano, su chelo, su sed nocturna y su pijama de rayas” (Las intermitencias de la muerte, pag. 209), el hombre al que de repente rescata el amor suele ser solitario, más bien melancólico, absorto en su oficio y atado a su rutina de manera un poco hipnótica, mientras que la mujer que hace irrupción en su vida es un soplo de energía; esa mujer espléndida que a veces es la esposa del médico, o la María de Magdala, o la Joana Carda, pero que siempre posee el don de arreglar la realidad con la misma naturalidad con que arregla la alcoba en las mañanas; esa mujer que resucita en las otras, “las honradas resucitan en las putas, las putas resucitan en las honradas, dijo la chica de las gafas oscuras. Después hubo un largo silencio, por parte de las mujeres todo estaba dicho, los hombres tendrían que buscar las palabras, y de antemano sabían que no iban a ser capaces de encontrarlas”. (Ensayo sobre la ceguera, pag. 234) Esa mujer que Saramago ha descrito como “más sabia, más generosa, más abierta, más real”, y que él no tiene que buscar cuando escribe porque ella sola se encarga de aparecérsele, “cuando empiezo una novela no es que me diga a mí mismo, ahora tengo que poner aquí una mujer extraordinaria, sino que ella va naciendo de las situaciones creadas que se van narrando. Y cuando la veo dibujarse poquito a poco, me digo ahí estás, nuevamente, ya apareciste de nuevo, malvada…” Y basta con que ella haga su aparición para que ese prodigioso narrador de historias de amor que es Saramago proceda a propiciar el encuentro y a operar la alquimia del reconocimiento, como en este diálogo entre el pastor y la prostituta, “No tienes ninguna herida, La encontrarás si la buscas, Qué herida es, Esa puerta abierta por donde entraban otros y mi amado no” (El evangelio según Jesucristo, pag. 326). O aquella escena en la que Fulgor Sedano, el viejo alfarero, regresa a casa tras varios días de ausencia para descubrir que quien le abre la puerta es justamente la mujer a la que desde hace tiempo ama en silencio, y como ella, avergonzada, le pide disculpas por haber dormido una noche en su cama durante su ausencia, él, “sin saber como, descubre en medio de su confusión las palabras exactas (…), Nunca más dormirás en otra” (La caverna, pag. 444). Nunca, siempre, sí, no, amo, deseo, confío: palabras rotundas con las que la pluma de Saramago, que a la hora del amor no tiembla ni duda, sabe sellar el pacto entre un hombre y una mujer, convirtiéndolo en piedra angular, complicidad básica, acto fundacional. Pero de todas sus protagonistas, la que más he hecho mía es María, la madre, la que debe aprender a contener y a callar el amor y el dolor avasalladores que siente por su hijo, la niña que madura en la dureza de lo inevitable, la de la despedida sin sonrisa ni promesa de reencuentro:
“Nunca tuvimos noticias tuyas, dijo por fin María, y en ese momento se le abrieron las fuentes de los ojos, era su primogénito el que estaba allí, tan alto, la cara ya de hombre con unos inicios de barba, y la piel oscura de quien lleva una vida bajo el sol, cara al viento y al polvo del desierto” (El evangelio según Jesucristo, pag. 289).
Y si es María la que más hondo me llega, es quizá porque ese hijo que va a la muerte y esa madre que no podrá impedirlo están muy lejos ya de la imagen de la madre con su hijito vivo en brazos, es decir de la Madonna, porque la vida los ha convertido en Pietá, la mujer que sostiene en los brazos a su hijo muerto; quizá tan sensible este punto para mí por ser ese el sino de mi país, de mi continente, de este inmenso y doliente tercer mundo al cual pertenezco, desde esa tierra de desangre impune que es mi Colombia natal, pasando por Chiapas, Oaxaca, el África entera, hasta llegar a Irak, Líbano, Palestina: madres que dan vida a sus hijos para entregarlos a la muerte, madres que deben enterrar a sus hijos en vez de ser al contrario, conforme dicta la ley natural. La muerte violenta como forma habitual de la muerte. Morir de viejo, en una cama, como vago recuerdo de un tiempo que nunca fue, o como sueño de un futuro que por ahora no será. Tres cuartas partes del planeta que como símbolo no tienen a la Madonna, sino a la Pietá.
Saramago nos devuelve la vieja historia, tras haberla dotado de nueva vida y significado. No la que patentó la iglesia, ni la que Dios quiso contarnos, ni siquiera la que tiene que ver con el Cristo de la fe y la leyenda, sino la dulce y terrible historia de aquel muchacho que por predeterminación aborrecible y arbitraria muere en cruz, pero que instantes antes alcanza a comprender que nada debemos esperar los hombres de un cielo por nosotros mismos inventado, cruel en su arrogancia y sangriento su ceguera: “Jesús muere, muere, ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece (…) y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia. Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y, trayéndole la memoria el río de sangre y de sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo”. (El evangelio según Jesucristo, p. 513)
Es curioso, incluso paradójico, que en El evangelio según Jesucristo, una de sus novelas más poderosas y rabiosamente contemporáneas, Saramago haya echado mano justamente de Jesús, el gran mito medieval, para diseñar sobre sus trazos la figura del hombre clásico, en el sentido en que lo es también el Adriano de la Yourcenar, o el joven José, de José y sus hermanos de Thomas Mann, o sea el que se afianza sobre la turbulencia y confusión de los dioses para imponer la contundencia de un destino humano. “Hay otros mundos, pero están en éste”, dice Éluard; “En el cielo todo era falso”, dice Pessoa, y Saramago, en su Memorial del convento: “El cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres, si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo” (Memorial del convento, pag. 213). Si existen los dioses, están contenidos en el hombre: en esos términos de resonancias renacentistas parece entender Saramago la encarnación. “Dios, que está en todas partes, (…) probablemente no se encontraría allí cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sagrado interior de María, sagrados ambos por ser la fuente y la copa de la vida, en verdad hay cosas que el mismo Dios no entiende, aunque las haya creado” (El evangelio según Jesucristo, pag. 27)
Rescata Saramago esa palabra, sagrado, al bajarla de los altares y colocarla entre las mujeres y los hombres. En alguna entrevista leí que admite que se trata de una palabra extraña, extemporánea, pero de la cual no podemos prescindir porque aún no le hemos encontrado equivalente en la jerga terrenal; como intenta explicar en Ceguera la chica de las gafas oscuras, “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre; esa cosa es lo que somos”. (Ensayo sobre la ceguera, pag. 314).Y ese algo inefable que somos es sagrado, en un sentido más profundo de lo que Dios es capaz de captar.
“La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él” (Caín, pag. 98), dice Saramago en Caín, su novela más reciente, irónica, punzante, demoledora, con la cual amplía el ciclo abierto en El evangelio según Jesucristo, al añadirle nuevas páginas a la tarea de develar la naturaleza atrabiliaria y disparatada de ese dios que Caín nos va mostrando como un ser enloquecido y enloquecedor, celoso y envidioso, parcial e injusto, maligno por naturaleza, verdugo de inocentes, exterminador, señor de los ejércitos que calcula bien el negocio redondo que hay detrás de cada guerra.
Son claros, juguetones y retadores los motivos por los cuales Saramago ha erigido en protagonista de su novela a Caín, que no es el elegido de dios sino precisamente lo contrario, el repudiado, el marcado en la frente, el desterrado. El Caín de Saramago ama a Lilith, la mujer demonio; es condenado a errar no sólo por los caminos del planeta sino también por las crestas del tiempo, teniendo por única compañía a la soledad, odiando a dios sobre todas las cosas y proclamando su propia libertad por encima de cualquier verdad teologal. Para este Caín, la rebeldía es el único credo, y a través de su boca el autor proclama, “benditos sean los que eligieron la sedición, porque de ellos será el reino de la tierra” (Caín, pag. 40).
Este Caín “nació para ver lo inenarrable” (Caín, pag. 73), aquello que sin embargo Saramago se ha atrevido a narrar. Porque él siempre se atreve, aún con los tópicos intocables, o sobre todo con éstos, porque lo suyo no es el silencio cómplice, ni la condescendencia de lo políticamente correcto, ni el alineamiento con los poderosos. Lo suyo es la seguridad del gran escritor que conoce la fuerza de las palabras y no duda en desatarla cuando de la defensa de lo humano se trata, cuando se impone la urgencia de señalar y colocar contra la pared a los Estados, cuando es hora de mofarse de la alharaquienta prepotencia del cielo.
Dice el experto en mitos René Girard: “Solemos creer que el dios metafísico es, de entrada, fruto de una imaginación metafísica, y que los ejércitos celestes son elaboraciones secundarias, de alcance relativamente menor. Siempre he pensado que habría que invertir el sentido de esta génesis. Hay que partir de estos ejércitos, que no son en absoluto celestes, sino reales, muy reales” (La ruta antigua de los hombres perversos, Editorial Anagrama, pag. 39) Y esto es justamente lo que hace José Saramago en su nueva novela, donde desdeña una aproximación metafísica al Antiguo Testamento y emprende en cambio una lectura ética y política que no incurre en la ingenuidad, o la perversión, de concederles a tales textos autonomía en cuanto textos, ni de considerarlos letra muerta y enterrada.
Vivas, y muy vivas, resultan las Escrituras cuando se las ve como catálogo de venganzas proferidas a nombre de dios, pero ejecutadas por mano de los hombres de carne y hueso que le sirven de agentes. Quizá dios exija el sacrificio y señale a la víctima, pero quienes la hacen pedazos son los hombres. Aquellos que alaban la fanática hostilidad de su señor y que, al proclamarse a sí mismos pueblo elegido, perciben su propia violencia como sagrada. Un pueblo que le adjudica carácter sagrado a la violencia que ejerce puede preciarse de contar con la absolución y el beneplácito divinos al someter a otros pueblos, saquearlos o exterminarlos. Resultan entonces evidentes las ventajas de tener a mano una doctrina incuestionable, que señale a los enemigos propios como enemigos también del Señor.
Yo me atrevería a decir que ante los ojos de dios, el verdadero pecado del Caín de Saramago, y supongo que también del propio Saramago, es haber descubierto que el gran secreto celestial consiste en la extrema debilidad de dios, su talón de Aquiles, todavía más vulnerable que el del propio Aquiles, por lo cual de aquí en adelante habrá que decir más bien el talón de dios. Pese a que su ira es inmensa, e inmenso su desprecio por los seres humanos, dios no puede castigarlos por su propia mano, bien porque no existe, o bien porque existe, pero no tiene manos.
Pero dejemos que la grandeza de dios flote en lo alto y nosotros regresemos, a seguir buscando la impronta de lo humano acá abajo, entre lo pequeño. Saramago sabe encontrarla hasta en los mínimos gestos cotidianos y en objetos tan insignificantes como un saco de patatas que nos recuerda viejas hambres, y que desde luego no lo son, insignificantes no, porque basta con que hagan parte de la vida del hombre para que tengan significado, cierta cama en la que alguna vez amamos; esta mesa sobre la cual comemos; los retratos de familia; la mirada de la luz, que hace que las mujeres desnudas se cubran los pechos (Ensayo sobre la ceguera p. 312); el candil que por fin descubre para qué ha sido fabricado; el cuerpo, que al fin de cuentas es lo mismo que el alma, “buscaba en la cocina jabón (…) para limpiar un poco esta suciedad insoportable del alma. Del cuerpo, dijo, como para corregir el metafísico pensamiento, después añadió, Es igual”. (Ensayo sobre la ceguera, p. 317); el río Tajo de la infancia, al cual el autor no quiere referirse con un “que” y pide licencia para llamarlo “quien”. Y también la cocina, que “era el mundo” (Las pequeñas memorias, p. 109); y la casa, una casa enorme como el universo, un universo pequeño como una casa, tanto que basta con subirse a una montaña, con asomarse a una ventana, para que sea posible abarcarlo entero, “Son hermosas las noches de junio. Si hay luna, desde las noches de Monte Lavre se ve el mundo todo” (Levantado del suelo, p.370), y por eso cuando José de Galilea, maravillado ante el espléndido amanecer que está presenciando, abre la boca para pronunciar una oración agradecida, en ese preciso momento “el rumor de la vida, como si lo hubiera convocado con su voz, (…) ocupó el espacio que antes había pertenecido al silencio” (El evangelio según Jesucristo, pag. 25).
También es humano el tiempo, que va jalonando a los personajes por entre “los días que uno tras otro son la vida”, como dice Aurelio Arturo; y que quizá en ninguno de sus libros sople tan fuerte como en las Pequeñas memorias que tan bello intento son de remontarlo hacia atrás, atrapando la sustancia etérea del cual está hecho, o sea briznas de hierba, voces perdidas, huellas en la memoria, secretos de un cazador de sapos, heridas invisibles que nos han dejado las violencias ajenas, recuerdos de peces que no se pescaron, pequeños pero enormes acontecimientos, añoranzas de otros mundos de los que se tienen vestigios, pero comprobación ninguna, todo ello para recuperar ese origen de todo destino que es la infancia: “Miro desde lo más alto del ribazo la corriente que apenas se mueve, el agua casi plomiza, y absurdamente imagino que todo volvería a ser lo que fue si en ella pudiese volver a zambullir mi desnudez de la infancia, si pudiese retomar en las manos que tengo hoy la larga y húmeda vara o los sonoros remos de antaño, e impeler, sobre la lisa piel del agua, el barco rústico que condujo hasta la frontera del sueño a un cierto ser que fui y que dejé encallado en algún lugar del tiempo” (Las pequeñas memorias, p.19). Todo lo humaniza la poesía de Saramago, hasta la misma muerte, que al igual que en el soneto de Quevedo, en Las intermitencias de la muerte, es muerte enamorada, que se compadece, se arrodilla y llora, se conmueve tanto ante una suite de Bach que se olvida de matar.
Saramago es un escritor clásico también en cuanto concibe un hombre que controla su albedrío y su conciencia y tiene en las manos las riendas de su acontecer; palpita en él el impulso de oponerse a la injusticia y a la hecatombe y lo mueve la voluntad de resistir y de transformar. Aunque no siempre lo logre; el ser humano se ve permanentemente amenazado en su entereza, y al sacar la cara por él, Saramago ataca con ferocidad todo aquello que lo anula, lo degrada y lo esclaviza, y en esto es un escritor consecuente y valiente, tanto en vida como en obra, que nos obliga a mantener los ojos abiertos ante las aberraciones del poder, del cual ha dicho que “ya sabemos que corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente, pero yo añadiría que el poder no necesita ser absoluto para corromper absolutamente”. El poder y cualquiera de las máscaras tras las cuales se oculta, bien sea la casta de los burócratas que pulula en novelas como Todos los nombres y Las intermitencias de la muerte, bien sea el más ingenioso y falaz de sus camuflajes, esa supuesta democracia a nombre de la cual tantos crímenes se cometen contra el intento de construir una democracia verdadera. No por nada es recurrente en su literatura la figura de ese cerco que aísla y asfixia; en Ensayo sobre la ceguera están cercados los ciegos como si de criminales se tratara; mueren cercados los moros en El cerco de Lisboa, y en Ensayo sobre la lucidez, los que se atreven a votar en blanco. Como también los campesinos que luchan por sobrevivir en medio de las inclemencias feudales de Levantado del suelo, y en La caverna los artesanos ante el empuje arrollador del centro comercial.
Quienes tienden el cerco y lo van apretando constituyen un universo de seres esperpénticos, inhumanos, que van tejiendo la pesadilla y enredando el laberinto, presidentes de la mesa electoral (Ensayo sobre la lucidez), funcionarios del servicio de requerimientos especiales (Casi un objeto), jefes de la Conservaduría General (Todos los nombres), que acercan a Saramago a Kafka, y que son, quizá, los que llevan a la opinión de que es un redomado pesimista, lo cual él mismo corrobora, directamente o por boca de sus personajes. Cuando a Raimundo Silva le preguntan si es pesimista, él responde, matizando, “no llego a serlo, me limito a ser un escéptico de la especie radical” (El cerco de Lisboa, p.364), y más adelante complementa, “creo percibir en sus palabras cierta amargura escéptica, Véalas más bien como escepticismo amargo, Quien dice una cosa dice la otra, Pero no dirá lo mismo”. Parafraseando a Sciaccia, el gran siciliano, yo diría más bien, no es que Saramago sea pesimista, lo que pasa es que la realidad es pésima.
Y es esa realidad pésima la que invade las más kafkianas de sus páginas; y sin embargo, hay una clara diferencia que lleva a los dos autores a construir universos literarios de tesitura distinta: mientras los personajes de Kafka se encuentran irremediablemente solos e indefensos en la pelea contra aquello que los ahoga, los de Saramago echan mano de la solidaridad y de la dignidad para montar la resistencia. ¿Influencias de sus convicciones políticas? Seguramente. Saramago es hombre de convicciones, rotunda y orgullosamente es hombre de convicciones en un mundo donde esta palabra suena aún más extraña y pasada de moda que la palabra sagrado, y sería contraevidente negar que la práctica y la teoría marxistas hayan influido en la peculiar visión del mundo y de la historia que encierran sus libros. Pero por encima de cualquier ideología, hay una lógica intrínseca que cohesiona su obra y que le ha permitido construir una ética propia e inédita, que al escapar de cánones ajenos y respetar en cambio el ritmo secreto de íntimas exigencias poéticas, se convierte también en una magnífica estética, de tal manera que como en El cuento de la isla desconocida, su obra surca el mar en busca de sí misma.
Al hacer que los personajes se esfuercen por mantenerse fieles a su propio perfil mientras se mueven y luchan por entre mundos de pesadilla, las novelas de Saramago adquieren el sabor de la aventura, de la gesta donde el designio humano se puede ganar o perder. Esta inclinación por la épica lo aleja de Kafka y lo diferencia del grueso de la novela contemporánea que se considera inspirada en Kafka, y cuya interpretación de la realidad parte de la base de que lo que fue, fue; la partida hace tiempo se perdió, al tiempo no le queda más remedio que morderse la cola; la vida se disuelve en la causticidad del cinismo. En cambio, para esos guerreros empecinados que son los personajes de Saramago, la historia, aunque endemoniadamente enrevesada y generalmente adversa, todavía está viva y por tanto abierta a la posibilidad de que un golpe de dados logre abolir o trastocar el destino.
Por supuesto que para contradecirme y echar por tierra de un manotazo esta interpretación que acabo de aventurar, está la imponente presencia ni más ni menos que de Ricardo Reis, ese hijo de Pessoa que décadas después se convierte en uno de los más seductores personajes de Saramago, quizá el único de ellos que rehúye la acción y se inclina por lo contemplativo, y para quien está clarísimo que “sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo, lo diré mil veces, qué importa a aquel a quien ya nada importa que uno pierda y otro gane” (El año de la muerte de Ricardo Reis, p. 522) Pero aún en el inmovilismo radical de Ricardo Reis, logra hacer mella la pasión que siente por la historia Saramago, quien escribe todo un libro para relatarle a su personaje el tropel de acontecimientos que están sucediendo allá afuera, mientras Reis, más bien indiferente, se limita a ver el mundo rodar desde su ventana.
Pese a estar marcado por la tragedia y la muerte, el hombre en Saramago sigue siendo el centro de gravedad de todo cuanto existe, como lo es el carpintero rebelde de El evangelio según Jesucristo, aunque acabe sus días colgado de una cruz, con las rodillas quebradas, a la vera de un camino lluvioso por donde su hijo saldrá corriendo a buscarlo y no encontrará más que sus sandalias. El autor, cuya doble visión le permite estar mirando de soslayo a la muerte mientras mira de frente a la vida, está siempre advirtiendo entre líneas que cualquier desenlace gratificante es momentáneo, que los logros personales no pasan de ser minúsculos, porque a la vuelta de la esquina nos espera la nada, inevitable, con su secuela de desintegración y de pérdida de todo cuanto hemos amado.
Nadie puede comprenderlo mejor que Ricardo Reis, ese auténtico ser para la muerte, que mientras le llega la hora fugitiva se contenta con un simple estar en el tiempo, una suave manera de habitar los propios recuerdos, de caminar sin propósito por una ciudad que es en sí misma recuerdo, “no tengo trabajo ni ganas de buscarlo, mi vida transcurre entre esta casa, el restaurante y un banco de jardín, es como si no tuviera otra cosa que hacer más que esperar a la muerte” (El año de la muerte de Ricardo Reis, p. 460)
“El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”, dice la abuela en Las pequeñas memorias (p. 156) y esta ansiedad de ella, que el nieto hereda y que convierte en libros, hace que éstos sean tristes, sí, pero “Dios mío, que dulce y suave tristeza, y que no nos falte nunca, ni siquiera en las horas de alegría” (Cerco de Lisboa, p.143). Si en sus páginas no aparece la felicidad, esa palabra torpe por propagandística y enfática, están empapadas en cambio del anhelo, entrañable y real, de sentir de vez en cuando, en algún momento iluminado, “la caricia de la felicidad” (Levantado del Suelo, 233)
Hemos hablado aquí de amor y de muerte, de historia y destino, de cercos y resistencias, de dioses y hombres, pero la pura la verdad es que no hemos hablado sino de palabras, porque de palabras están hechos todos los libros y también los de José Saramago, que aunque parezca otra cosa, no contienen el barro sino la palabra barro, no la puerta sino la palabra puerta, no la soledad, o la esperanza, sino las palabras que las representan. Cuando Saramago nos muestra en uno de sus libros al mundo como “una visión de una belleza casi insoportable”, detrás del espejismo lo único cierto es su propio lenguaje, ese sí, qué duda cabe, de una belleza casi insoportable. Como Cipriano Algor, Saramago va murmurando los nombres de los seres que ama, de los objetos de su vida, su propio nombre, “Cipriano, Cipriano, Cipriano, lo repitió hasta perder la cuenta de las veces, hasta sentir que un vértigo lo lanzaba fuera de sí mismo, hasta dejar de comprender el sentido de lo que estaba diciendo, entonces pronunció la palabra horno, (…) la palabra perro. (…) la palabra agua (…), la palabra mujer (…), la palabra hombre, la palabra, la palabra, y todas las cosas de este mundo, las nombradas y las no nombradas, las conocidas y las secretas, las visibles y las invisibles, como una bandada de aves que se cansase de volar y bajara de las nubes, fueron posándose poco a poco en sus lugares, llenando las ausencias y reordenando los sentidos”. (La caverna, p.165) Llenando ausencias y reordenando sentidos es como José Saramago ha ido poniendo en sus libros todas aquellas palabras que han hecho de él un escritor, pese a que cuando las escuchó por primera vez no las sabía escribir porque era analfabeta, al igual que su madre, “yo que seguiría siendo todavía algún tiempo, ella durante toda su vida” (Las pequeñas memorias, p. 112).
De lo que hemos estado hablando aquí, aunque no lo hayamos mencionado, es del prodigio de sus diálogos, que se van entrelazando con asombrosa naturalidad, ingenio y encanto. Y del suave vaivén de su humor, a veces dulce y redentor, otras veces implacable, que por cada frase nos depara una sonrisa; idas y venidas que le hacen compañía a nuestra limitada capacidad de conocimiento, acercándonos al meollo de los asuntos por un método de prueba y error, digo y desdigo, enfatizo y enseguida dudo, escribo con la mano y borro con el codo, para ir penetrando centímetro a centímetro en la peculiar materia de la cual está hecha la naturaleza humana, yendo de lo trascendental a lo cotidiano, y viceversa, modelando esa tónica suya a medio camino entre lo melancólico y lo cómico, entre lo cómico y lo atroz, que le permite abordar la tragedia sin caer en la grandilocuencia o el melodrama.
Y hemos hablado aquí también de su poesía, de la deliciosa manera de ir poniendo una palabra tras otra, indispensable desde luego en cualquier poema pero sobre todo en la prosa, porque desde Homero, y Shakespeare, y Cervantes sabemos que sólo un gran poeta tiene el aliento necesario para contar la aventura humana en sus inextricables dimensiones; sólo un gran poeta, como lo es Saramago, logra que la novela penetre en las profundidades, en ese misterio aún más insondable que la oscuridad del universo que es nuestra propia oscuridad interior, la noche de nuestro cuerpo, las tenues líneas de nuestra identidad.
Y hemos estado hablando también de una cierta manera de narrar que tiene como marca de fábrica la complicidad de un autor que se aparta del renglón y asoma la cabeza cada vez que su ficción corre el riesgo de inflarse, de perder verosimilitud, de hacerse literaria en exceso; un autor que lleva a su lector de la mano, lo orienta, le hace un guiño, esto es entre tú y yo, le susurra al oído; ellos, mis personajes, son sólo eso, personajes, y tienen alma, pero es de papel. Por esa razón esta historia que te cuento se trata de ti y de mí, que somos los únicos de carne y hueso; se trata de tu vida y de la mía, que de verdad acontecen e importan; se trata en el fondo solamente de ti, que esto lees, y de mí, que esto escribo.
Lo demás son palabras: el regalo de las palabras de José Saramago, que son uno de los caminos más consistentes y bellos con que contamos en este planeta para ir recorriendo territorios de lo humano hasta llegar al corazón.
Mann, T. (1945). José y sus hermanos. Santiago, Chile: Editorial Ercilla. Girard, R. (1985). La ruta antigua de los hombres perversos. Barcelona, Anagrama.
Saramago J. (1998) Casi un objeto. Bogotá D.C: Alfaguara.
.(1998). El cuento de la isla desconocida. Madrid: Punto de Lectura.
.(1998). El año de la muerte de Ricardo Reis. Madrid: Santillana.
.(1999). El evangelio según Jesucristo. Madrid: Alfaguara.
.(2013). Ensayo sobre la ceguera. Bogotá: Alfaguara.
.(1999). Historia del cerco de Lisboa. España: Alfaguara.
.(2000). Levantado del suelo. Madrid: Alfaguara.
.(2001). La caverna. Bogotá D.C: Alfaguara.
.(2003). Todos los nombres. Madrid: Suma de Letras.
.(2004). Ensayo sobre la lucidez. Bogotá: Alfaguara.
.(2006). Las pequeñas memorias. Bogotá D.C: Alfaguara.
.(2006). Las intermitencias de la muerte. Bogotá: Alfaguara.
.(2009). Caín. Bogotá: Alfaguara.
.(2013). Memorial del convento. Bogotá: Punto de Lectura.