Hombres de letras y narcotráfico en dos décadas de literatura colombiana

Men of letters and drug trafficking in two decades of colombian literature

Maritza Montaño González1
Universidad Icesi, Cali, Colombia
E-mail: maritza@interchange.ubc.ca


Resumen

Frente a las representaciones de los agentes de la violencia y de la ilegalidad han aparecido representaciones de hombres de letras en la novelística sobre la época en la que el narcotráfico ha determinado comportamientos políticos y sociales en Colombia. ¿Qué papel o papeles han cumplido los hombres de letras en esta literatura? Para pensar más allá de la inmediatez de la violencia y atender al cambio de las relaciones sociales que la literatura sobre el narcotráfico registra, esta ponencia propone señalar el papel que los hombres de letras han desempeñado en un breve corpus de novelas publicadas a comienzos del siglo XXI, destacando entre ellas la novela Angosta de Héctor Abad Faciolince. Se estudia cómo los protagonistas de las novelas del corpus inpugnan las representaciones de hombres de letras en la narrativa del narcotráfico de los años noventa, a la vez que determinan una evolución de esta novelística hacia una representación más compleja del fenómeno del narcotráfico, de la violencia que comporta y de sus efectos en la sociedad colombiana.

Palabras clave: Hombres de letras, intelectual, narcotráfico, Angosta, literatura colombiana.


Abstract

Appearing with characters representing violence and illegality there are depictions of men of letters in novels displaying the historical era in which narcotráfico determined political and social behaviors in Colombia. The question to be considered here is "What is the role of men of letters in that literature?" Thus, in order to move beyond the stereotypes of violent characters in literary works, and to consider the change of social relations depicted in the literature about narcotráfico, this paper attempts to point out the role played by men of letters in a short selection of novels published between 2003 and 2008. The most important being Angosta by Héctor Abad Faciolince. This work studies how the protagonists of the selected novels contest the representations of men of letters in narratives about narcotráfico from the previous decade. It also shows how these characters promote the transition towards a more complex depiction of narcotráfico in literature, its violence and its effects on Colombian society.

Keywords: Men of letters, Intellectual, Drug trafficking, Angosta, Colombian literature.


Los estudios sobre la novelística del narcotráfico en Colombia tienden a asumir las formas de violencia asociadas con esta industria ilegal como hilo conductor del corpus que trabajan. La atención prestada por los críticos a los agentes de la violencia y de la ilegalidad en la era del narcotráfico ha difuminado las interpretaciones, evaluaciones y propuestas de salidas a los conflictos de la realidad que algunas obras transmiten a partir de los personajes que representan a la clase media. Para pensar más allá de la inmediatez de la violencia y atender al cambio de las relaciones sociales que la literatura sobre el narcotráfico registra, esta ponencia propone señalar el papel que los hombres de letras han desempeñado en un breve corpus de novelas publicadas a comienzos del siglo XXI.

Angosta (2003) de Héctor Abad Faciolince, Delirio (2004) de Laura Restrepo, Los ejércitos (2006) de Evelio Rosero y El cronista y el espejo (2008) de óscar Osorio, son novelas protagonizadas por hombres de letras, si bien, en las acepciones más modestas de la expresión: profesores de lengua y de literatura. Estos protagonistas contestan las representaciones de hombres de letras en la narrativa del narcotráfico de los años noventa, a la vez que determinan una evolución de esta novelística hacia una representación más compleja del fenómeno del narcotráfico, de la violencia que comporta y de sus efectos en la sociedad colombiana.

Se presenta aquí una breve noticia sobre estas obras, pero la discusión se concentrará en la novela Angosta de Héctor Abad Faciolince.

En Delirio, una de las voces narrativas es la de Aguilar, el 'clasemedioso' ex profesor universitario de literatura que busca en la historia familiar de su compañera, Agustina Londoño, la cura para su último episodio de delirio. Aguilar funge aquí como un investigador que cree que desentrañando las causas del 'desorden', éste se resolverá (p. 211). La pieza clave resulta ser el padre de Agustina, un terrateniente de Bogotá. Revelar el pasado de la familia Londoño es descubrir las relaciones de las fortunas tradicionales con el narcotraficante Pablo Escobar que llevaron a los enfrentamientos entre el gobierno y el cartel de Medellín.

En Los ejércitos, Ismael, el maestro jubilado que le enseñó a leer al cura, al alcalde y a varias generaciones de habitantes de San José, deambula por el pueblo buscando a su esposa, desaparecida durante los últimos enfrentamientos entre militares y guerrilleros por el control de esta región sembrada de coca. Ismael es el observador y narrador de la historia del pueblo y el único que permanece esperando la muerte, cuando todos los sobrevivientes, rendidos por la violencia, se han marchado hacia las ciudades más cercanas.

En El cronista y el espejo, óskar Alexis, un profesor universitario de literatura, empieza a escribir una crónica sobre un narcotraficante poeta. él tiene la ilusión de que su obra se convierta en un best-seller. La investigación para su proyecto le revela que Nebrio, el protagonista de su historia, es más bien el jefe de seguridad de un poderoso narcotraficante del norte del Valle y que sus vidas estaban marcadas por un odio antiguo: el padre de óskar había sido asesinado por el padre de Nebrio, quien fue "pájaro" en la época de la Violencia. Apoyándose en sus pesquisas, el escritor urde el asesinato del paramilitar, convirtiéndose en el autor intelectual y cronista del crimen.
En Angosta, Jacobo Lince, un ex periodista, ex editor de una revista cultural, profesor de inglés y librero, vence su propia indiferencia ante los crímenes que se cometen en la ficticia capital colombiana, al preparar la publicación del reportaje sobre el homicidio de un sindicalista, perpetrado por un grupo paramilitar. La investigación sobre los asesinatos a manos de los paramilitares les costó la vida a Andrés Zuleta, un joven poeta amigo suyo, testigo de la ejecución del sindicalista, y al Dr. Burgos, presidente de la fundación de defensa de los derechos humanos que ordenó el reportaje.

Esta novela, como ninguna otra, discute la representación de los hombres de letras en la narrativa sobre la época del narcotráfico de finales del siglo XX. El personaje de Jacobo Lince se opone completamente a Fernando, el gramático y escritor que se relaciona con dos jóvenes de las comunas de Medellín en La Virgen de los Sicarios (1994) de Fernando Vallejo. También se opone a Luis Jaramillo, el profesor universitario de literatura, que después de obtener un doctorado en los Estados Unidos, se convierte en lavador de dinero del narcotráfico, en la novela Cartas Cruzadas (1995) de Darío Jaramillo Agudelo. Estas dos novelas de los años noventa muestran lo 'invivible' que resulta una sociedad donde el narcotráfico ha influido las relaciones sociales, pero el peso que le dan a la representación de la violencia es muy distinto.

En Cartas cruzadas, no es la violencia, sino la figura del profesor de literatura la que muestra la influencia del narcotráfico en la sociedad. El poeta amigo epistolar de Luis afirma: "Hay rapiña de todos por negociar con los contrabandistas de cocaína. Su capacidad para absorber empleos está impregnando la sociedad entera y es difícil encontrar una familia en donde no haya alguien, así sea un pariente colateral, que no esté metido en negocios sucios" (1999, p. 284). El profesor universitario representa el caso extremo de contaminación de la sociedad por el narcotráfico: ni siquiera los maestros están exentos de involucrarse en él. Sin embargo, como la vinculación del letrado a la industria ilegal se da en el campo de las finanzas, no tendría mucho sentido abordar la novela por su representación de la violencia, la cual casi se reduce a situaciones amenazantes. Así, lo que Cartas cruzadas muestra es que es posible no asumir una identidad entre narración del narcotráfico y narración de la violencia, pues, en la obra, la representación de los efectos del narcotráfico en la sociedad y la economía deja de narrarse a partir de lo obvio, de lo que es más fácil de señalar.

En contraste, en La Virgen de los Sicarios el asesinato es el episodio
que se repite con una frecuencia tal que la obra ha sido calificada de narcotremendista' por José Manuel Camacho Delgado, quien asocia con la "visión trágico-grotesca de la realidad" y el pesimismo de cierta literatura de la posguerra española "este tipo de literatura que indaga en las formas complejas del mal y sus máscaras a través de los estragos provocados por la cultura del narcotráfico" (2006, pp. 231- 232). El número de homicidios relatados en esta novela justifica que la dimensión de la violencia, antes que la de la movilidad social ligada al narcotráfico, sea la que traiga esta obra a la consideración de la crítica.

Jean Franco en Decline and Fall of the Lettered City denomina "costumbrismo de la globalización" al conjunto de crónicas urbanas, artículos periodísticos y relatos latinoamericanos, posteriores a la guerra fría, que giran en torno a la vida y muerte de delincuentes. Este costumbrismo, afirma, es el reflejo del horror de las clases medias ante el colapso de su mundo cultural, o bien, el reflejo de la devastación de la modernización (2002, p. 222). Al tratar La Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo, considera dos cosas importantes. Primera, el impacto que tiene en la audiencia externa (los lectores no colombianos) la violencia que representa el sicario. Violencia que juzga como ininteligible porque desafía la urgencia de la autopreservación y de la postergación de la muerte, y porque el origen latino de la voz 'sicario' evoca un residuo de mentalidad premoderna (p. 223). Segunda, la búsqueda del narrador por el reconocimiento del lector extranjero (quizá norteamericano o europeo) ante sus actitudes frente a la violencia. Sobre este punto, Jean Franco se pregunta si este letrado está forzando a los lectores, letrados como él, a enfrentar su 'fascista interior' o si espera su complicidad. Claramente lo que le interesa a la autora es la manipulación de la distancia que opera el narrador entre su narración y los lectores. Esta distancia narrativa es un punto muy sensible en la literatura colombiana, especialmente cuando su audiencia es interna, es decir, cuando es leída por colombianos, porque es inevitable hallarse elucidando los grados de acercamiento o alejamiento entre lo narrado sobre la Colombia ficcional y las experiencias vividas por los lectores en la Colombia histórica.

La Virgen de los sicarios es posiblemente la obra sobre la época del narcotráfico más influyente de los años noventa por la unión de las dos figuras mencionadas, el sicario y el letrado, en una relación compleja, polémica, que despierta posiciones ambivalentes frente a cada uno de estos personajes.

La atención que recibió el sicario en la literatura encubrió aspectos más importantes de las redes de poder al servicio de las cuales estaba y casi invisibilizó las causas que incidieron en la popularización del sicariato. Por su parte, la representación del letrado significó prácticamente la desmitificación de un héroe (Camacho, 2006, p. 228). Fernando, el gramático, de intelectual sólo tenía el adjetivo en la autoría de crímenes por los que no se sentía responsable, como señala María Fernanda Lander (2003), quien hace hincapié en el hecho de que aunque el narrador, Fernando, se autorrepresente como la memoria y conciencia del país, no es una mediación efectiva entre distintos sectores sociales (2003, pp. 291-292).

En efecto, Fernando enfatiza la separación entre dos sectores de la sociedad, cuando no de la humanidad, proponiendo una identidad con el lector en contra del 'otro' que presenta, no el sicario, sino el habitante de las comunas. Advierte: "Ha de saber usted y si no lo sabe vaya tomando nota, que cristiano común y corriente como usted o yo no puede subir a esos barrios sin la escolta de un batallón: lo 'bajan'" (Vallejo, 2002, p. 31). Para aumentar la separación, desde una pretendida superioridad moral, culpa de la violencia de Medellín a los campesinos que fundaron las comunas: "gentecita humilde, dice, que traía del campo sus costumbres, como rezar el rosario, beber aguardiente, robarle al vecino y matarse por chichiguas con el prójimo en peleas a machete" (p. 29). La propuesta del narrador es que los violentos son los otros, los que usan las armas concretas, materiales. Con acusaciones de este tipo intenta desviar la atención sobre su participación en la violencia que practican sus amantes, pero su recuento de los asesinatos lo señala como autor intelectual. Fernando, en últimas, no es un letrado intachable, inmaculado.

Angosta se opone a estas dos representaciones de los agentes de la violencia que elabora Vallejo. El sicario ya no es más ni víctima ni victimario, el letrado no es autor intelectual de crímenes, sino el portavoz de las víctimas. Héctor Abad Faciolince no le concede ningún protagonismo a los sicarios. En el episodio de la muerte de un personaje, que recuerda el asesinato del doctor Héctor Abad Gómez, padre del autor, es necesario inferir a los sicarios: "Todos los periódicos traían, a ocho columnas, la noticia del asesinato del doctor Gonzalo Burgos... ocurrido la tarde anterior... Le habían dado siete balazos, a quemarropa, en el tórax y en el cráneo. En una gran foto de El Heraldo se veían su esposa, su hija, su yerno, al lado del cuerpo ensangrentado y cubierto a medias por una sábana blanca" (2007, p. 368). Se opera con esto un borramiento de este tipo social, el sicario, en la literatura.

En cuanto al letrado, Jacobo Lince, es necesario decir que no está solo, sino rodeado de una corte de colegas: libreros, escritores, poetas, en su mayoría residentes de la parte de la ciudad donde habita la clase media. El contacto más cercano que tiene con el narcotráfico se limita a compartir una amante con un mafioso y su experiencia de la violencia es como víctima del narcotraficante y del grupo de miembros del gobierno, quienes ordenaban las ejecuciones de los ciudadanos que resultaban molestos: sindicalistas, intelectuales, sospechosos de simpatizar con la insurgencia, etc.
La historia de Angosta, aunque se desarrolla en una ficticia capital de Colombia en un futuro no muy lejano, reconstruye una época particular: la segunda mitad de los años ochenta en Colombia, un periodo llamado por Daniel Pécaut 'la guerra sucia', caracterizado por la proliferación de violencias: la llamada 'limpieza social', la lucha contra la subversión, la eliminación de los partidos de izquierda y de las organizaciones sociales, etc. Pécaut anota en su crónica "¿Más allá de un punto de imposible retorno?" que los atentados y amenazas se dirigían tanto a los militantes de la extrema izquierda como a personalidades y sectores que denunciaban la violencia o que pedían el respeto a los derechos humanos y las libertades políticas. Las listas de objetivos incluían abogados, médicos, profesores, artistas y periodistas (2006, pp. 349-
50).

Estos profesionales tenían en común el pronunciamiento público contra la violencia entendida como negación de la dignidad humana, claramente a favor de los que no estaban en condición de manifestarse. La noción que usa la dignidad como el referente para definir la violencia identifica como violenta "toda intervención que atenta contra el derecho primordial a la vida, provoca de manera directa o indirecta lesiones personales y reduce o aniquila la libertad y autonomía" y considera violento también "todo intento de desconocer, limitar o suprimir el derecho del individuo a su autonomía, ética y política, a escoger libremente su ideal de vida y a buscar la felicidad a su manera" (Papacchini, 1995, p.36). Esta definición de violencia es pertinente para estudiar tanto el rol de estos profesionales como las condiciones de vida en una Colombia que los llevó a comprometerse con la sociedad, porque aumenta súbita, pero no ilimitadamente, el número de comportamientos, acciones, elecciones y omisiones que pueden considerarse manifestaciones del fenómeno.
Al asumir el rol de representantes de ciertas reivindicaciones, aquellos profesionales se convirtieron en víctimas de la represión, de la violencia, por lo que su decisión revistió a la vez valentía y vulnerabilidad. Estas son características que los asimilan a la noción de intelectual trazada por Edward Said en Representations of the Intellectual:

El intelectual es un individuo dotado con la capacidad de representar, encarnar, articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y por un público. Y ese rol implica una agudeza, y no puede representarse sin sentir que se es alguien cuyo lugar es plantear públicamente preguntas embarazosas, confrontar la ortodoxia y el dogma (antes que producirlos), alguien que no puede ser cooptado por gobiernos o corporaciones y cuya razón de ser es representar todas aquellas personas y asuntos que rutinariamente se barren bajo la alfombra. El intelectual cumple este papel bajo unos principios universales, a saber: que todos los seres humanos tienen el derecho de esperar de los poderes concretos o naciones niveles decentes de comportamiento en cuanto a la libertad y la justicia; y que cualquier violación inadvertida o deliberada de esos niveles debe ser declarada públicamente y se debe combatir enérgicamente. (1996, p. 12)

En Angosta hay varios personajes que cumplen este papel: profesores universitarios que lideran marchas pacíficas, periodistas que denuncian la violencia de los distintos grupos en conflicto, profesionales que trabajan en una fundación para la defensa de los derechos humanos y las libertades civiles y que denuncian la violencia que ejerce el Estado siguiendo las estrategias aprendidas de los narcotraficantes. El personaje de Jacobo Lince también se alinea en este grupo al trabajar en la publicación del reportaje sobre el asesinato de un sindicalista, y como aquellos que se pronuncian en contra de las desigualdades y de las violencias, termina convirtiéndose en una víctima más.

Lo que es importante notar aquí, contrastando con la observación de Lander sobre el narrador de La Virgen de los sicarios, es que este personaje, Jacobo Lince, intenta funcionar como un mediador efectivo entre los distintos sectores sociales. él tiene el privilegio de poder transitar por las "tres regiones de la muerte" que es Angosta. Tiene una amante en cada sector de la ciudad y busca comunicar cada sector a través de ellas: a su amante de la Tierra Caliente, que es la zona marginal, el infierno, le consigue un trabajo en la Tierra Fría, y a su amante de Paradíso le ofrece el gusto de la exotizada Tierra Templada, donde él, en contra de su conveniencia, decide vivir. El único menoscabo que se le podría atribuir a Jacobo, juzgándolo desde la moral católica que rige en Angosta, es la promiscuidad. Sin embargo, ése es el atributo que lo integra con todas las partes de la ciudad. Jacobo no está ligado a 'empresarios emergentes' ni a ningún tipo de persona por fuera de la legalidad por parentesco, no tiene antecedentes de ninguna especie, no tiene mancha, y éste es el hecho que muestra hasta qué punto con este personaje se ha tratado de limpiar la imagen del letrado. Jacobo es, simplemente, el intelectual héroe, el intelectual idealizado.

Por dicha idealización, se opone también al personaje de Luis Jaramillo, de Cartas cruzadas, pues, mientras el profesor universitario se convierte en botón de muestra de la degradación por la que pasan los que se vinculan de algún modo al narcotráfico, movidos por sus pasiones personales, Jacobo Lince representa el caso contrario, el hombre de letras que se compromete con una causa: la defensa de la racionalidad esperada del Estado, y no sucumbe a las ambiciones personales que ponen por fuera toda consideración por los otros, sean estos su familia, amigos, conocidos o demás miembros de la sociedad.

En su representación del atentado hacia la intelectualidad colombiana, Angosta pone a los profesionales de clase media como víctimas, pero no de los sicarios, que son simplemente los ejecutores de una orden. Son las víctimas de un recóndito puñado de líderes económicos y políticos. Basándose en las declaraciones de Carlos Castaño, el reconocido líder y portavoz de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Héctor Abad Faciolince recrea la red de poder detrás de la guerra sucia y revela algunos de los mecanismos de acción de los paramilitares, precisamente todo lo que la atención al sicario ayudó a mantener oculto durante los noventa.

En la Colombia de Angosta impera la tácita aceptación o el reconocimiento de las prácticas violentas del narcotráfico, retratadas en las actividades de los paramilitares, las cuales vienen a alimentar una tradición de violencia política y social. Este reconocimiento es precisamente el cambio social señalado por la novela, que efectivamente corresponde con la experiencia de la Colombia histórica.

El espectro de manifestaciones de la violencia que se representa en Angosta es mucho más amplio que el asesinato, hay episodios de violencia intrafamiliar, violencia contra la mujer, violencia de retaliación, violencia callejera, anómica, y más importante que la del narcotráfico y del sicariato, resulta la violencia contra la sociedad por parte del gobierno y de los paramilitares. Esta última lejos de parecer una conducta ininteligible es una muestra de la racionalidad moderna orientada a fines, mezclada con trazas de una mentalidad premoderna que desconoce la igualdad de los seres humanos, la dignidad humana. Aunque la novela no esté protagonizada por delincuentes sino por sus víctimas, no cabe duda de que como los relatos que Jean Franco reúne bajo la categoría "costumbrismo de la globalización", Angosta también refleja la devastación de una modernización entendida a medias.

Con el personaje de Jacobo Lince y su séquito de bohemios, poetas y escritores, que se oponen a la violencia del país, creada por las profundas desigualdades sociales, se construye la imagen de un letrado que se conecta con los distintos sectores de la sociedad, que realiza gestiones efectivas a favor de aquellos que no tienen voz y que al hacerlo enfrenta el poder corrupto, desvirtuado, que es antes que cualquier cosa una amenaza para la sociedad. Este letrado más que un hombre de letras es un intelectual que se conecta, además, con el lector, convirtiéndose así en un representante efectivo de las reivindicaciones sociales que la novela propone. Es, además, una figura necesaria, porque, como se ha dicho, fue a través del ataque sistemático a la intelectualidad que se empezó a descubrir el entramado de poder y violencia, que ha empantanado las posibilidades de resolver los conflictos en el país, porque se ha convertido precisamente en la manera de enfrentar los problemas: en un modo de funcionamiento de la sociedad.

El tipo de narración con el que se entrega el personaje de Jacobo Lince al lector es una de las marcas que diferencian la novela de Vallejo de la de Abad Faciolince. En oposición al narrador homo-intradiegético de La virgen de los sicarios, en Angosta hay distintas voces narrativas y un amplio uso del melodrama. Un narrador hetero-extradiegético anónimo y el diario de Andrés Zuleta presentan a Jacobo como un intelectual informal, amable, el tipo de letrado con quien cualquiera se sentiría cómodo. Sin embargo, lo que genera la empatía entre el personaje y los lectores (letrados) es todo el entramado intertextual que sostiene la obra. Es sencillo para el lector encontrarse descubriendo los autores y textos que la novela evoca: que en la representación de los siete sabios y sus reuniones se insinúa la novela de Chesterton, El hombre que fue jueves, o que tal y cual episodios se basan en Don Quijote o El nombre de la rosa, o que tales versos recuerdan unos de Borges, de Emilio Pacheco, etc. En fin, ese mapa de tesoros literarios que es la novela es una golosina difícil de resistir.

Jacobo Lince y su constelación de amigos de la Tierra Templada le abrieron posibilidades a la narrativa del narcotráfico, no sólo explorando redes ocultas de poder, sino demostrando que es posible narrar estas realidades sin abusar de los estereotipos de la ilegalidad y de la violencia.

Ahora, ante la variada colección de hombres de letras que aparecen en la narrativa sobre la época en la cual el narcotráfico ha determinado las relaciones sociales en Colombia, cabe preguntarse si estos personajes, los letrados, están en camino de convertirse en un estereotipo más. El asunto es complejo y por ahora sólo es apropiado señalar, como punto de contacto entre las distintas obras, que la participación del letrado está al servicio de descubrir áreas más amplias de los efectos de la existencia del narcotráfico en la economía nacional y en la sociedad colombiana: la vinculación de las viejas y nuevas fortunas y la resistencia de las primeras a compartir el poder y, sobre todo, las intervenciones estratégicas de distintos sectores armados tendientes a asegurar el control territorial de las áreas destinadas al cultivo y tráfico de drogas ilegales o a proyectos que implican el cambio del uso del suelo en algunas zonas agrícolas del país.

La participación del letrado, parece, ha intentado buscarle la racionalidad a la violencia producto de esta industria ilegal, asociándola con las instituciones, con organizaciones legales e ilegales. La literatura sobre este fenómeno no lo cubre en su totalidad y surge ahora la expectativa por las representaciones literarias de una nueva década sobre la historia de Colombia en la era del narcotráfico. ¿Qué personajes dominarán las representaciones del fenómeno en la literatura colombiana? ¿Les llegará el turno a las mujeres, a las mujeres letradas?


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